A comienzos del año que acaba de terminar, este Diario se pronunció en contra de revocar a la alcaldesa de Lima. No negamos entonces –como no lo hacemos ahora– la indiscutible existencia constitucional del derecho a llamar a un proceso de revocación y del de votar a favor del mismo. Pero sí argumentamos que, como sucede con todas las libertades, había maneras más y menos responsables de usar este derecho. Concretamente, dijimos que pensábamos que la revocación era un arma extrema que debía usarse solo en caso de corrupción demostrada o ineptitud absoluta, y que en ningún caso debía convertirse en un instrumento más de la lucha cotidiana entre partidos. Si esto último sucedía –dijimos–, dados los porcentajes requeridos para ser nombrados a los cargos revocables y los solicitados para llamar a un proceso de revocación, todas nuestras autoridades elegidas con mayorías escasas podrían encontrarse enfrentadas con el fantasma de sus despidos al día siguiente de su elección –como le sucedió a Villarán–. Esto, desde luego, no sería una buena noticia para el gobierno de los distritos, ciudades y regiones, ni para la madurez y estabilidad de la democracia.

Se decía entonces que la ineptitud de Villarán sí era total y a nosotros nos parecía que era temprano para determinar esto (la alcaldesa tenía poco más de un año en el cargo). Ello, pese a que sí resultaba obvio que la eficiencia de gestión no era lo suyo y que había llegado a la alcaldía confiada en el poder de la improvisación, produciendo como resultado episodios tan bochornosos como el de La Herradura con el ya celebérrimo ‘olón’. Y pese también a muchas otras discrepancias que manteníamos y mantenemos con la señora Villarán.

Su alianza, por ejemplo, con la izquierda más totalitaria y retrógrada para llegar el sillón de la alcaldía nos pareció, por decir lo menos, irresponsable y oportunista (además de poco coherente con su supuesta pretensión de ocupar ese espacio de “izquierda moderna” que tanta falta hace a nuestra democracia). Por otro lado, siempre hemos pensado que la imagen de total inocencia que cultivan en torno a ella sus sectores más cercanos no se condice con la manera con que en repetidas veces ha soslayado la verdad y con las técnicas que más de una vez ha estado dispuesta a usar –o aprovechar– para alcanzar sus fines políticos.

Creemos, sin embargo, que el tiempo nos ha dado la razón cuando dijimos que la señora Villarán no debía ser revocada por motivos políticos y que todavía era prematuro hablar de una ineptitud absoluta de su municipalidad. Su gestión se ha despertado en el camino y, específicamente, este año ha logrado dos éxitos que, solos, merecen que tenga la oportunidad de acabar su gestión. El primero fue haber mudado La Parada. Cometió un festival de errores en el camino, pero al final tuvo el valor de perseverar en la orden de desalojar el lugar y acabó así de tomar por las astas un toro con el que nadie se había atrevido en cuarenta años, siendo, en el camino, la primera autoridad importante en mucho tiempo que se atreve a afirmar el Estado de derecho en el país en medio de la violencia y “la protesta social” (en La Parada no solo había delincuentes).

El segundo éxito fue el de la audacia demostrada al haber recurrido a iniciativas privadas para financiar proyectos esenciales a fin de solucionar el problema del trasporte dentro de la ciudad por US$4.000 millones. Con estas iniciativas su municipalidad ha demostrado tener menos prejuicios y más decisión que Pro Inversión respecto a la empresa privada y ha dado muestras –ahí sí– de por dónde puede ir una izquierda moderna en el Perú.

Nos reafirmamos, pues, en nuestra posición a favor de que Villarán termine su mandato.

Eso sí, creemos que ella podría ayudar mucho a su causa de dos maneras. La primera: aterrizando. Es desconcertante, por ejemplo, oírla hablar de su proyecto para solucionar el problema del recojo de basura poniendo salsa en los camiones y precisar, luego de que se le hiciese notar que estos suelen pasar de madrugada, que la pondría “bajito”.

La segunda: abandonando tanto ella como su equipo, además de ciertas mañas políticas, la actitud de perpetua victimización y velada arrogancia, cambiándola por una más sencilla y franca. No puede ser que la señora Villarán diga que lo del Rímac estaba “previsto” (como en su momento dijo que lo estaba el ‘olón’) cuando todos estábamos viendo los baños de los trabajadores flotando sobre el río y a pocas horas de que viésemos también uno de los muros que contenía el agua volar por los aires. Tampoco puede ser que dos de sus más altos funcionarios vayan a intentar mecer a los operadores del transporte limeño diciéndoles que podía asegurarles la victoria en las licitaciones de rutas contra “el enemigo” del “capital extranjero” y que luego ella los defienda diciendo que estaban protegiendo “un interés público” porque esos operadores y sus empleados tienen muchas familias. No puede ser, en fin, que ella y los suyos sigan culpando a las mafias y a la venganza su ser de izquierda por su desaprobación cuando nadie la rechaza más que los sectores populares.

En suma, Villarán debe quedarse y debe cambiar.