Una encuesta de Datum de noviembre, cuando aún era presidente Martín Vizcarra, reveló que el 56% de personas estaban de acuerdo con cambiar la actual Constitución por una nueva, y con ello se activaron todas las alarmas que suelen sonar con fuerza hacia el mes de marzo o abril de cada año electoral, cuando un candidato digamos antimodelo asoma sus fauces en los sondeos.
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Aunque solo un 12% de aquellos favorables a un cambio de Constitución lo justifique en nombre de una mayor intervención del Estado en la economía, la respuesta de la mayoría de voces defensoras ha tenido tres tendencias en común, variantes de una retórica conservadora que el genial economista Albert Hirschman identificó hace tres décadas y que rastrea varios siglos atrás.
El libro se titula “The Rethoric of Reaction”, y lleva por subtítulo las tres tesis que la componen: Perversity, Futility, Jeopardy. El argumento de la perversión sostiene que una causa tendrá el efecto opuesto al esperado. Así, algún objetivo deseable que se trace la nueva Constitución, subvirtiendo el orden establecido por la vigente, terminará siendo contraproducente y dañino. Lejos de incluir, se logrará el efecto contrario, que es generar más pobreza. O, por ejemplo, un nuevo régimen laboral agrario destruirá la creación de trabajo formal en el sector.
La segunda tesis, de la futilidad, afirma que toda reforma es inútil. Para representar la imagen de cambios cosméticos e insustanciales, Hirschman reproduce una magnífica cita de Tocqueville: “Desde la Revolución, cada vez que hemos querido destruir el poder absoluto solo hemos logrado poner la cabeza de la Libertad en el cuerpo de un esclavo”. El corolario de esta tesis es que lo mejor que puede hacer una autoridad es no hacer nada. Como bien señala Hirschman, hay una clara distinción entre la primera y la segunda tesis en términos del alcance de la acción humana. Mientras que la tesis de la perversión admite que un gobierno o un individuo tienen margen de maniobra, aunque las consecuencias sean trágicas y contraproducentes, la tesis de la futilidad llama a abandonar toda esperanza de que algún cambio o intervención sea posible porque la realidad se guía por leyes divinas inasibles al ser humano.
Finalmente, el discurso del riesgo (Jeopardy) es el que infunde miedo al afirmar que cualquier cambio echará por la borda todo el progreso logrado. Es quizás el más común estos días, y apela a lugares comunes: desde el primer gobierno de Alan García hasta la posibilidad de convertirnos en Venezuela tan pronto entre en vigencia la nueva Constitución.
Las instituciones, como la Constitución Política de un país, deben tener un mecanismo automático de reproducción (‘self-enforcing’) que les permita estar por encima de luchas políticas cotidianas, y también, de ser examinadas con independencia de cambios porcentuales en el PBI. Representan un equilibrio, una solución no siempre óptima o eficiente pero que se sostiene en base a acuerdos e incentivos para preservar ese orden.
No es bueno instrumentalizarla, porque celebraremos como propios los años de bonanza, pero faltarán argumentos para defenderla en tiempos de vacas flacas. Una lección de la caída de la Ley de Promoción Agraria es que se requieren consensos, y no una guía mínima, para sostener instituciones y que si es necesario defenderla apelando al miedo o al riesgo, es que ese orden no está en equilibrio.
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