No debería ser malsana la relación entre empresarios y política. Los empresarios, ciudadanos a fin de cuentas, tienen el mismo derecho de participar que cualquier elector peruano. Como generadores de riqueza, guardan legítimamente las expectativas de influir en políticas que los impactan. Lo controversial han sido las acciones recién conocidas: trascendían el llamamiento a sufragar de determinada manera y se instalaban, incómodamente, en un espacio en que la sospecha llega sola.
La relación empresariado-política ha transitado por distintas etapas. En 1993, Jaime de Althaus iniciaba el texto “El poder de los empresarios” diciendo: “Antes de 1990, los empresarios necesitaban poder para mejorar la rentabilidad de sus negocios […] Esta situación ha cambiado radicalmente […] El empresariado ya no está obligado a rondar el poder” (en “El poder en el Perú”, compilado por Augusto Álvarez Rodrich).
Ese mismo año, Jorge Camet, expresidente de la Confiep, asumió la conducción del MEF. En el 2013, a la muerte de Camet, Ricardo Lago lo recordaba: “En 1990-91, le tocó movilizar el apoyo empresarial, primero al plan de estabilización del 90 de Hurtado Miller, y luego, en 91-92, al ambicioso programa de reformas estructurales que emprendió el ministro Boloña. […] Menos divulgado ha sido su empeño […] en el acercamiento de gobierno y empresarios con los organismos internacionales” (“Perú 21”, 2/11/13).
La observación de De Althaus (independencia del poder político) no está reñida con el recuerdo de Lago (esfuerzos por propiciar respaldo plural a reformas). Dista, eso sí, de la influencia perversa que ahora se les atribuye.
Instalados en el siglo XXI, el gran empresariado parece haber transitado desde la resignación hacia Toledo, hasta la exaltación por el gobierno de lujo que quisieron ver en Kuczynski, pasando por el entusiasmo por el ímpetu conservador del García converso y la frialdad (tras el pánico) hacia Humala. Con el gran empresariado, el presidente Martín Vizcarra –él mismo un empresario en receso– parece mantener una relación cordial aunque distante.
Más allá de mediáticas autocríticas, los empresarios tendrán que repensar su relación con la política y con el país. A la política verla como un fin y no como un medio; al país, propulsor y anfitrión de sus esfuerzos, como el receptor de un legado que trascienda las responsabilidades tributarias y administrativas.
Si alguien quiere ver a los empresarios como enemigos, estará ingresando en aguas pantanosas. Es un recurso muy popular, sin duda. Pero el imprevisible ánimo ciudadano peruano bien podría dar una sorpresa. ¿O ya se olvidaron de las masivas manifestaciones que produjo el intento de estatización de la banca en 1987?