(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Jaime de Althaus

Desde la campaña electoral, la reforma política más mencionada –casi la única– ha sido la eliminación de la inmunidad parlamentaria. Pero ello sería un grave error. Si se aprueba la eliminación total de esa institución, los congresistas no podrán investigar ni a autoridades ni a funcionarios públicos y menos a las mafias de todo orden que pululan en el país. Sería el peor golpe a la lucha contra la corrupción. Los corruptos en el Estado estarían felices. Tendríamos la paradoja de que, en nombre de la lucha contra la corrupción, se retira un escudo vital que permite llevar adelante esa cruzada desde el Congreso.

¿Quiénes la plantean? Sobre todo las bancadas que no han tenido un historial anticorrupción destacable. Hay algo de demagogia entonces, cuando no de lavarse la cara o de tener la excusa precisamente para no investigar casos de corrupción. El excongresista Víctor Andrés García Belaunde, que pudo enfrentarse a la mafia Orellana gracias a la inmunidad que lo protegía, sostiene que dicha norma debe acotarse pero no eliminarse. Lo importante es que no cubra a los congresistas que al momento de ser elegidos tenían procesos. Con eso se elimina el 95% de los casos. Y resulta que esa reforma constitucional ya fue aprobada en primera legislatura por el Congreso anterior. Si se sigue agitando, es porque es un tema popular, nada más.

Menos aún se puede eliminar de manera total la inmunidad parlamentaria si se aprueban las reformas políticas pendientes –propuestas por la Comisión Tuesta y enviadas por el Ejecutivo al Congreso disuelto– relacionadas a la gobernabilidad. Estas son fundamentales para asegurar la viabilidad y eficacia de los siguientes gobiernos, comenzando con el que se inaugurará en el 2021. La principal de ellas es la elección del Congreso junto con la segunda vuelta o después de ella, para que el gobierno pueda tener mayoría en el Congreso. La experiencia histórica y la de estos últimos tres años demuestran con creces que un Congreso con mayoría opositora al gobierno produce entrampamientos e interrupciones constitucionales o del mandato presidencial. Si no hemos aprendido de los casos de Guillermo Billinghurst, José Luis Bustamante, Fernando Belaunde, Alberto Fujimori y Pedro Pablo Kuczynski y ahora Martín Vizcarra, es que no hemos aprendido nada.

No debería haber dudas entonces en cuanto a aprobar estas reformas. Francia lo hizo con éxito para resolver el mismo problema. Sin embargo, aún no hay consenso sobre ellas entre las bancadas que han firmado el acuerdo de gobernabilidad. Sería lamentable. No podemos caer una y otra vez en la trampa de gobernabilidad y no reaccionar.

Si a esto agregamos la bicameralidad –que ayuda a tener mejores leyes– con diputados elegidos en distritos electorales pequeños para que haya relación entre los ciudadanos y su representante –dándole sentido a la democracia representativa–, habremos mejorado sustancialmente la gobernabilidad democrática. Más aún si recuperamos la reelección cuando menos de los alcaldes y gobernadores, que es un derecho fundamental de los pueblos.

Pues de nada habrá valido todo el trauma del cierre del Congreso si no deriva en una reforma política que nos permita una democracia más funcional.

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