Hacía tiempo que Alberto Fujimori había pasado a ser, él mismo, el fujimorismo sin Fujimori.
Era consciente de su contrasentido personal: ya no podría volver a ser lo que fue.
Tan celebrado como odiado, su vuelta a la política en los últimos tiempos encerraba un nuevo contrasentido de los muchos con los que para bien o para mal él cambió la historia del país.
Su contrasentido de pretender volver a gobernar fue más un gesto de sarcasmo contra sus opositores que un deseo firme de ser candidato a presidente o senador, dentro de su invariable condición de animal político predestinado.
No hay que dar demasiadas vueltas para encontrar los contrasentidos de Fujimori que han hecho historia y que han hecho que adversarios suyos, encarnaciones vivas del antifujimorismo, como Alejandro Toledo, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra y Pedro Castillo, terminen gobernando como cruzados anticorrupción, lamentablemente procesados por corrupción.
Todos ellos también contrasentidos de sí mismos, venidos del contrasentido mayor: Fujimori.
El fujimorismo fanático y el antifujimorismo visceral son dos pasiones inútiles y autodestructivas que le han hecho un profundo e irreparable daño al país, labrando su ingobernabilidad por más de 30 años.
Quizás el hecho de ocuparnos hoy de los contrasentidos de Fujimori atenúe en cierto modo esas pasiones inútiles por las que cíclicamente la política peruana abandona muchas veces sus mejores causas.
El contrasentido, por ejemplo, de que tengamos como legado del gobierno autocrático de Fujimori la Constitución de 1993, que le ha dado no solo mayor estabilidad política y jurídica al país, sino las condiciones claves de crecimiento económico de largos años que lamentablemente hoy lo estamos tirando por la borda.
Con esta misma Constitución y sus instrumentos fiscales y judiciales, el propio Fujimori, en un contrasentido de su suerte, fue investigado, procesado, sentenciado y encarcelado por diversos delitos, cuyas penas fueron materia de perdón del indulto que le fuera concedido, tratándose de él, entre aplausos y reprobaciones.
Ningún mandatario de la nación introdujo tantos contrasentidos en la historia como Fujimori, incluido el contrasentido de estas últimas horas: el de morirse cuando su deseo de volver a ser presidente venía siendo más fuerte que su alma a prueba de múltiples agonías.
Siempre será inolvidable el contrasentido de Fujimori de no solo haberle ganado las elecciones a Mario Vargas Llosa, en 1990, sino de haber aplicado el ‘shock’ económico prometido por su rival, el célebre escritor, con lo que pondría fin hasta hoy, 30 años después, a la larga historia inflacionaria peruana.
Dos contrasentidos más cierran este círculo: el abandono de su exilio dorado en Japón allá por el 2005, persiguiendo terciar entre Humala y Alan García, para acabar condenado y prisionero.
Condición de condenado y prisionero en una cruel ironía, además, para quien le había legado al Perú su victoria sobre el terrorismo y sobre quienes fueron sus cómplices abiertos y encubiertos.