Martín Vizcarra dio su último discurso fuera de Palacio de Gobierno. (Presidencia)
Martín Vizcarra dio su último discurso fuera de Palacio de Gobierno. (Presidencia)
Omar Awapara

Con la vacancia aprobada, ninguno de los actores principales que tomaron el escenario en julio del 2016 queda de pie. El presidente renunció en marzo del 2018, tras un intento fallido de vacancia en diciembre del 2017 y uno inminente semanas después. El Congreso, dominado por 73 congresistas de , fue disuelto el 30 de setiembre del año pasado, tras un período prolífico en medidas de control político. Con el Parlamento cayó la segunda vicepresidenta de PPK, Mercedes Araoz. Y tras 9 meses de convivencia incómoda, el nuevo Congreso elegido en enero de este año ha vacado, en segundo intento, al que fue el primer vicepresidente de PPK y dejó de ser el lunes el presidente de la República.

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Con este precedente, y con las elecciones del 2021 a un paso, es difícil de comprender la decisión de bancadas que se encontraban posicionadas para competir en abril próximo. Cálculos de muy corto plazo parecen haber guiado el accionar de congresistas de Acción Popular o de Alianza para el Progreso, protagonistas decisivos en la votación del lunes y que pasarán a ostentar el poder en el nuevo gobierno. Primó la satisfacción inmediata y no las posibilidades (inciertas) que se abren en abril.

Pero si algo hemos visto en los últimos cuatro años es que ese poder es efímero y huraño. Estos meses al mando del país pasarán factura a los actores de reparto que han reemplazado al elenco titular del 2016. Gobernar hoy es también asumir los pasivos y abrirse flancos que los hacen muy vulnerables y debilitan frente a la opinión pública. Manifestaciones populares en las calles son un presagio de ello. Parten con muy baja legitimidad y seguirán perdiendo terreno con cada día que pase.

Más allá de la suerte de estos actores, la suma de estas crisis políticas o situaciones límites ha puesto a prueba la capacidad de resistencia de la democracia, el escenario precario que persiste a duras penas. Y la verdadera preocupación hoy, y que no acabará necesariamente en abril, es asegurar que siga ahí, ella sí de pie.

Hay dos razones en particular para estar alerta. Desde ayer no existe la separación de poderes, y solo el horizonte temporal de las elecciones se presenta como un plazo firme en el camino de esa concentración. Asume un gobierno con cuestionada legitimidad de origen, sin un plan de trabajo más allá de la toma del poder, y en medio de una de las peores crisis que nos ha tocado vivir. Si bien es una coalición frágil, puede engolosinarse con el poder, y seguir el ejemplo de Bolivia, donde un gobierno de transición extendió su mandato con la excusa de la crisis sanitaria.

La segunda razón que preocupa es haber institucionalizado cierta forma de hacer política en la que conflictos pedestres entre actores se resolvieron con soluciones nucleares. Esas armas nucleares estuvieron siempre disponibles, pero condiciones inusuales, como una mayoría opositora con 73 congresistas o un presidente sin bancada, las volvieron atractivas y han producido uno de los períodos más inestables en la historia política reciente. Urge también hacer algo al respecto para que una crisis de gobierno no escale a una crisis de la democracia.

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