El reciente acto de juramentación del nuevo Gabinete, después de la censura del Congreso a la primera ministra Ana Jara, reveló al presidente Ollanta Humala en su máxima expresión como opositor de sí mismo.
Nunca antes habíamos visto a la primera dama, Nadine Heredia, (ahí están las imágenes para confirmarlo) apropiarse enteramente, como el jueves por la noche, del ritual celebratorio de una juramentación ministerial en bloque.
Su reparto de besos, abrazos, sonrisas, aplausos, desde una forzada presencia corporal en primera fila, hizo visible el deseo de la primera dama de reafirmar su papel de reina del palacio, en un momento en el que quien merecía ser el centro de los reflectores parecía su príncipe consorte.
Una vez más aparece ante nosotros el presidente Humala contra el presidente Humala, regateando espacios importantes de poder hacia afuera, como a una oposición con la que no quiere dialogar ni concertar, y perdiéndolos por dentro, donde las funciones constitucionales del cargo de primer ministro obedecen en mucho a los designios personales y políticos de la primera dama.
La grave injerencia de la señora Heredia en la PCM distorsiona por completo la investidura de autoridad de la presidencia y debilita fuertemente la capacidad de gestión gubernamental, reduciéndola, en sus mandos claves, a la priorización de lealtades personales antes que de capacidades probadas.
Los ex primeros ministros Salomón Lerner y Oscar Valdés se esforzaron, a su turno, por ganar un espacio propio. Todos los demás administraron la inercia típica: la de una PCM siempre compartida, no con el jefe de Estado, como ordena la Constitución, sino con la esposa de este. Su condición de presidenta del Partido Nacionalista no le da ninguna legitimidad para alterar el poder político constituido.
El rol de Ana Jara tenía el matiz de una doble lealtad: con el molde autoritario de la pareja presidencial y con los cánones de nuestra democracia. Más temprano que tarde esta línea delgada tenía que romperse. Quizás ella debió optar por una oportuna renuncia antes que esperar una censura que resultaba inevitable.
En este contexto, obviamente yendo contra sí mismo, el presidente Humala se cruzó de brazos ante el espionaje de la DINI a ciudadanos peruanos, cubriéndolo de impunidad; dejó caer a Ana Jara y nombró a Pedro Cateriano como primer ministro, en un desafiante alarde de confrontación.
Y fue más allá: en una delicada coyuntura con Chile reemplazó al canciller Gonzalo Gutiérrez por una diplomática sin experiencia.
Decisiones insólitas en un momento en que, sin mayoría parlamentaria, el gobierno necesita urgentemente de la más amplia apertura política, para, entre otras cosas, destrabar la economía y reforzarla con una buena dosis de estabilidad política.
Y cuando vemos a Humala –embutido en jean y chaqueta blanca remangada hasta los codos– pasar por agua tibia las agitaciones antimineras y antiinversiones, vemos al acérrimo opositor del 2006 y no al presidente de todos los peruanos.
¿Será capaz el demócrata Pedro Cateriano de salvar la PCM, reivindicar a Humala como mandatario pleno y despejar el tufo antidialogante y autoritario del humalismo?