Eudocio Ravines, lamentablemente olvidado, fue uno de los protagonistas de la escena política local del siglo XX. Sinuoso, pasó de agente moscovita a uno supuestamente de la CIA. Furibundo anticomunista y antiaprista, dejó un libro muy interesante y muy difícil de conseguir, al que tituló “La gran estafa”, para graficar su desilusión del comunismo. Transcribo de allí unos párrafos fascinantes sobre el carácter de Haya (1), su pelea con Mariátegui (2) y la muerte de este último (3).
1) “Víctor Raúl era así un aristócrata, pero solo aristócrata de provincia y, lo que para él era mejor o peor, un aristócrata venido a menos por su carecimiento de fortuna. Esto último, sobre todo, le vedaba alternar mano a mano con sus pares. [...] La vida trazó ante él una disyuntiva tajante: o marchaba aislado o se juntaba a los descontentos y resentidos. [...] ¡El estudiante de Letras que fue herido en el muslo ha muerto! De súbito, estalló un grito salvaje. Haya de la Torre, en mangas de camisa y calcetines, había lanzado el saco negro y el diario que le cubría la cara para, en medio de un nervioso palmoteo de sus dos manos, exclamar: ¡Era los que nos hacía falta! ¡Un estudiante y un obrero [muertos]! [...] Su psicología no era la de un hombre corriente ni su conducta la de una persona con quien se encuentra uno todos los días. [...] Poseía una locuacidad ingeniosa y amable, que llevaba a las personas la sensación física de sentirse queridas. [...] Al propio tiempo, tenía una truculenta capacidad para odiar y odiar a los hombres; se amaba a sí mismo hasta la adoración. [...] Alimentaba con paciencia y hasta la devoción la hoguera donde ardían sus rencores más crueles; tenía un sublimado amor por la humanidad y, al mismo tiempo, un penoso desprecio, un asco lastimoso por los hombres. Tras su bondad elocuente era medularmente cruel y, sobre todo, ambicioso: vibrante, febrilmente ambicioso, sin ser valiente. Al contrario: tenía un miedo extraordinario al dolor físico. [...] De otro lado, no amaba a las mujeres; se acercaba a ellas para utilizarlas como instrumento de sus planes. [...] Lo que más resaltaba era la súbita cólera que le invadía, transformándose en rencorosa y vindicativa iracundia cada vez que se discordaba de su opinión y se le discutía algún plan. [...] Se quería tanto a sí mismo que adoraba tener siempre la razón y detestaba a quien se la quitaba, [...] sobre todo si era en presencia de otro. Se sentía –sin tener pudor en proclamarlo– un ser de excepción”.
2) “Pero no me iré –sépanlo bien– sin blandir lo que queda del cuerpo de Mariátegui, tomándole por el muñón y arrojándole en su propia porquería para que allí sea rey” [carta de Haya].
3) “Hasta el día en que hubo de suspender totalmente el trabajo: Mariátegui tenía fiebre alta, deliraba, le salían forúnculos, le aparecía una úlcera supurante en el muñón. [...] El brillante escritor acababa de cumplir 35 años y la vida se le apagaba como si fuera un octogenario. [...] ¡No quiero, no quiero irme –gritó Mariátegui–, pero qué le vamos a hacer!, balbuceó roncamente. Se aletargó y, tras algunos minutos, pronunció distintamente: No puede haber renovación sino sobre la base de grandes principios. Trabajen mucho. Luego clamó con grito desgarrador [nota: segundos antes de expirar]: ¡Adiós, adiós, camaradas! ¡Anita!”.