Fue como un réquiem por la intensidad y el dramatismo de una sesión que se prolongó hasta lo grotesco, como si hubiese sido necesario ganar por agotamiento una partida que se tenía en el bolsillo desde el inicio. (Foto: PCM)
Fue como un réquiem por la intensidad y el dramatismo de una sesión que se prolongó hasta lo grotesco, como si hubiese sido necesario ganar por agotamiento una partida que se tenía en el bolsillo desde el inicio. (Foto: PCM)
Omar Awapara

Visto en perspectiva, quizás identifiquemos en un futuro próximo la fallida presentación del Gabinete Cateriano ante el Congreso como un punto de inflexión en nuestra historia reciente. Hace dos semanas fuimos testigos de un Congreso hostil al guion que sostuvo la continuidad de un orden que nos ha gobernado gruesamente en las últimas dos décadas, uno que ponía en el centro del escenario las virtudes de la minería mientras buscaba relegar tras bambalinas el descontento que producía. En varias intervenciones, y sobre todo en la votación final, ese malestar capturó los reflectores y podría cobrar un mayor protagonismo en los próximos actos. Ha sido, hasta el momento, el quiebre más pronunciado y visible en un consenso que se mantuvo relativamente incólume, y solo asediado en los márgenes, en los últimos tiempos.

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Bajo esa luz, el discurso aparece como un canto de cisne, que buscaba ensalzar un sector responsable por el 10% del PBI, más del 60% de las exportaciones, las divisas que llenaron la bolsa que nos puso en una sólida posición macroeconómica; en fin, cifras en busca de reconocimiento para el “unsung hero” de lo que en un tiempo no muy lejano fue el “milagro peruano”.

Y fue también como un réquiem, por la intensidad y el dramatismo de una sesión que se prolongó hasta lo grotesco, como si hubiese sido necesario ganar por agotamiento una partida que se tenía en el bolsillo desde el inicio, y que se confundió en algún momento como un chantaje a cambio de la reforma universitaria, cuando la deslucida interpelación posterior y la aparente falta de votos para una censura al ministro Benavides desmienten tal giro narrativo. Dramático como un réquiem, decía, porque fue también la primera vez que se le negaba la confianza a un Gabinete entrante desde que se aprobó la Constitución de 1993. (Personalmente, no cuestiono su lugar en las relaciones entre Ejecutivo y Legislativo. Es como una entrevista de trabajo, a la que llegas avalado por el presidente, pero donde, digamos, tienes que pasar por otros filtros, como Recursos Humanos).

Y el largo discurso de investidura podría aparecer también como un agónico estertor, privado de todo lirismo, tras su rechazo, pero sobre todo como heraldo de lo que suceda el próximo año. El sistema político llegaría trastabillando a abril del 2021, deslegitimado por hechos de corrupción transversales a toda orilla ideológica, y golpeado y zarandeado por el desequilibrio que se abrió tras la elección del 2016 y que tuvo sus puntos más álgidos en un intento de vacancia, la posterior renuncia de un presidente y la reciente disolución del Congreso.

Si normalmente es muy difícil anticipar quién estará peleando por la presidencia, el 2021 llega con los protagonistas de elecciones pasadas en apuros judiciales, y deja la cancha aún más abierta. Esto sin duda va a cambiar a medida que caliente la campaña, pero hoy ningún candidato despierta emoción o expectativa alguna entre la ciudadanía. En una encuesta de esta semana del IEP, si al 51% de los que no eligen a nadie, le sumamos las respuestas espontáneas por Vizcarra (16%), Del Solar (6%) y Antauro Humala (otro 6%), casi el 80% de la ciudadanía simplemente no tiene un candidato hoy, a escasos 8 meses de las elecciones. Una elección, además, a la que llegamos bastante mal parados, con una crisis sanitaria y económica sin visos de amainar, lo que termina de abrir el escenario para un tsunami o un aluvión con efectos impredecibles, pero que difícilmente sea una continuación de las últimas dos décadas.

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