La trastienda de La Trastienda, por Jaime Bedoya
La trastienda de La Trastienda, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Esta no es una crítica gastronómica. Es apenas un apunte sensorial aproximativo a la creciente oferta culinaria que puebla la ciudad. Incidiendo en uno de los temas que ocupa la preocupación ciudadana: la seguridad mientras se come. Hay algo indigno en la posibilidad de morir con la boca llena.

La primera buena noticia es que cuando uno llega a la pequeña pero acogedora playa de estacionamiento de La Trastienda en la playa Las Cascadas se ve embargado por una doble sensación de protección.

A un lado, la Unidad de Salvataje de la Policía Nacional transmite el mensaje que uno está a salvo de una asfixia por atragantamiento. Al otro, un oportuno baño público por el que hay que transitar antes de llegar a la puerta principal del restaurante ofrece alivio por el módico pago de un 1 sol, tarifa plana que se aplica a todo tipo de apremio fisiológico. Incluye posterior ducha reparadora.

El primer piso de La Trastienda, enteramente en blanco, envuelve de paz al comensal. Si bien el techo inicialmente podría parecer un tanto bajo (nadie de la NBA podría caminar erguido), este confinamiento rápidamente deviene en cobijo. Una pared ostenta simulaciones de trofeos de caza –un rinoceronte por ahí, una gacela por allá– transmitiendo un hermoso mensaje: La Trastienda repudia el uso de armas de fuego, lo que suma a favor de un planeta más seguro.

El credo conceptual de La Trastienda escrito en la pared gobierna el salón: la filosofía fusión criolla. Que en suma refiere cómo llegaron a estas tierras culturas de todos los colores, sabores y olores, dando origen a nuestra sabrosa comida. El subtexto, y esto es lo importante, es que si se establecieron en estas tierras es porque se sintieron seguros, valga la insistencia.

El segundo piso está conformado por fresca y luminosa terraza, ya con un techo de altura generosa, que invita al comensal a departir desde la protección estratégica que transmite un emplazamiento en altura. No hay Wi Fi, lo que hace que uno se sienta a salvo de la amenaza de ‘hackers’ rusos.

Frondosos helechos cuelgan por doquier, aunque el detalle está en las flores en pequeñas macetas que adornan cada mesa. Ante la inmovilidad absoluta de las mismas puse una maceta de cabeza. Ni una molécula cayó de ellas. Hundir el dedo en esa sustancia marrón y rígida reveló que se trataba de tecnopor pintado. Las flores, artificiales. Los helechos, apuesto un chifa, compartían esta cualidad. Pero lejos de decepcionar, una rápida reflexión hacía entender que esta medida no era sino reflejo del respeto por la naturaleza. La Trastienda es una apuesta orgánica a favor de la protección planetaria.

El único punto inseguro para el comensal aparece si uno se sienta en la terraza mirando al norte al caer la tarde. El peso del sol es inclemente. Un rápido cambio de asiento y orientación soluciona el tema y hace, una vez más, que este lugar sorprenda con sus detalles. Y esto es porque la vista al sur desde la terraza de La Trastienda resume la lección vital del lugar:  en primer lugar se presenta la playa Los Pavos, elegante analogía de qué es lo que nos sentimos los ciudadanos ante la representación congresal que elegimos cada cinco años.

Y en segundo plano recorta el horizonte la contrahecha anatomía del Cristo del Pacífico, simbología escultórica de qué es lo que los políticos hacen mientras los pavos votan.

Para diluir del todo esta mínima sensación de indefensión cívica acaso podría solicitarse protección policial para el establecimiento. Además, hay quienes consideran que un patrullero en la puerta siempre hace un negocio más distinguido.

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