El gobierno de Ollanta Humala ha puesto una vez más en evidencia la naturaleza vulnerable del poder presidencial democrático, por muy fuerte, vertical y concentrado que sea, y hasta por momentos monárquico que parezca.
No se trata de un poder presidencial que de pronto tenga al frente la amenaza de un golpe de Estado, sino las consecuencias impredecibles de un manejo que soporta injerencias e intromisiones peligrosas e inaceptables, contra la Constitución y las leyes.
Históricamente el sistema democrático en su conjunto, con todos sus resortes y controles, no ha sido capaz de dotar de suficiente fortaleza al poder presidencial. Las cíclicas intervenciones militares y el autogolpe de abril de 1992 se encargaron de confirmar, a su tiempo, hasta qué punto las Fuerzas Armadas, en la forma que fuese, inclusive en alianza con un presidente civil en funciones como fue el caso de Alberto Fujimori, podían alterar, brusca y violentamente, la estructura institucional democrática del país sin que mediara sanción alguna.
El propio Humala suele ufanarse de ser protagonista de que el Perú se encamine, por primera vez, a un cuarto período presidencial democrático consecutivo. Que él sea, además, un militar en retiro elegido presidente democráticamente, a contrapelo de su vocación autoritaria (remedo del modelo de Hugo Chávez), debió comprometerlo desde el comienzo con un irrestricto respeto al sistema institucional. Nadie como él ha tenido también la oportunidad de pasar a la historia como un militar ungido a tan alto cargo por el voto popular.
Sin embargo, como el arte de gobernar democráticamente consiste en la difícil tarea de ofrecer pruebas de ello, nuestro mandatario de turno nos ha demostrado, por el contrario, que la institucionalidad política es un corsé demasiado ajustado para él, que el diálogo democrático con la oposición y con su propio partido le escarapela el cuerpo, y que la libertad de prensa se parece a la más horrorosa pesadilla que se puede vivir cada día.
Para colmo, cree absurdamente que puede y debe gobernar en familia, más concretamente en pareja, de la mano de su esposa, la señora Nadine Heredia. Esta, en lugar de haber servido mejor al éxito de su compañero de vida, colocándose detrás del trono, ha hecho de su intromisión en el poder un ejercicio abierto y cotidiano, usándolo primero en su proyecto de postulación presidencial que felizmente encontró una barrera legal, y luego sobre los mecanismos judiciales y fiscales, en su objetivo de evitar ser investigada por presunto lavado de activos.
Los nuevos maltratos a la vicepresidenta Marisol Espinoza, desde el Partido Nacionalista, constituyen otra cuña de vulneración del poder presidencial, en tanto y en cuanto se trata de la encargada del despacho de la más alta magistratura de la nación, en ausencia de Humala.
No será una modificación constitucional ni una ley expresa la que tendrá que salir en auxilio del poder presidencial debilitado o usurpado. Solo dependerá de los propios mecanismos constitucionales vigentes y de la integridad democrática de quien sea elegido el 2016 ¡restaurarlo, fortalecerlo y dignificarlo!
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— Política El Comercio (@Politica_ECpe) noviembre 21, 2015