Primero, el bigote –“me gustaría que crezca más para poder trabajarlo”, me confesará a los pocos minutos–, y, tras el pequeño felpudo facial que evoca al Ned Flanders de “Los Simpson”, está el político enternadito que agradece a las redes haberle regalado esa tarjeta de presentación que no cuesta nada.
Antes de llegar a la cita, lo observé por la ventana: camina rápido, haciendo pequeñas pausas para mirar el terreno que pisa y estar alerta ante quienes lo reconozcan. Es un político en perenne prospectiva, técnico como los tiempos mandan. Y suelta las cosas, moderadísimo, como para no armar bronca ni pecar de hipócrita.
Por ejemplo, cuando le pregunto por Castañeda, dice: “Tiene el cariño de la gente, pero no está cumpliendo su tarea”. Lo ha ensayado, por eso es una ponderada definición. Y es realista, porque Enrique Cornejo presume que el Congreso anulará el impedimento de la reelección de autoridades locales y el 2018 se la verá con Lucho, con Jorge Muñoz que se especula podría ser el candidato de los PPK, con Julio Gagó (me resisto a creer que Keiko lo acepte como su candidato, pero Enrique se lo ha encontrado ya en campaña) y con algún iluso que quiera usar a Lima como trampolín a Palacio.
–Decídete de una vez–
Ahora, vienen las dudas. ¿Por qué se empecina en dirigir el Apra? ¿Qué esconde ese afán que lo distrae de su sueño limeño? Hace unas semanas lo entrevisté y me dijo: “Sin Apra renovada no hay Lima para mí”. Sonó bonito, pero no responde mi inquietud. Lo atacaré de otra forma: marchas por la renovación del Apra y no por las causas que afligen a los limeños. “Es cierto, a estas alturas debería estar hiperconcentrado en los temas de Lima, pero resulta que mi partido anda en una situación delicada y nos obliga a los militantes a hacer un alto y ver cómo ayudamos”. Si pese a tus esfuerzos no se renueva el Apra, ¿depones tu sueño por Lima? “En esa hipótesis, que espero que sea negada, el Apra estaría en una encrucijada. El partido necesita una reconciliación con el pueblo peruano. El Perú se va a sorprender cuando el Apra abra espacio a sus militantes. Hay excelentes prospectos de dirigentes y candidatos para diversas tareas”. ¿Y no te podría satisfacer que uno de esos prospectos ocupe la secretaría y tú te concentras en Lima? “Lo pensé, era un escenario interesante”. Vaya que está empecinado en mezclar las dos cosas. Suelto una hipótesis. No será que quieres llegar a decir: “Compañeros, ya hice todo lo que pude, adiós, me voy con otro frente”. “No es mi forma de ser. Soy institucionalista”.
Una vez que el Apra enfrente a sus demonios en su postergado Congreso, debe terminar el dilema del candidato al partido o del partido.
–Chancón pero no nerd–
No siempre quiso ser economista. “De niño quise ser marino. Estudié en el colegio Hans Cristian Andersen, en Miraflores. Siempre ha sido mi barrio, hoy sigo viviendo en Miraflores. Mi compañero de carpeta, Marco Antonio Balestrini, quería ser marino. Lo convencí de ir a buscar el prospecto de la Marina a La Punta. Llegamos y vimos unos ejercicios. Yo dije, esto no es lo mío, pero mi amigo sí se hizo marino”.
Enrique estudió Economía en la Universidad de Lima, y apenas egresó ganó un concurso para ser profesor. Precoz y chancón, lo bato. “Sí, he sido muy estudioso. Pero no nerd. Quería tener amigos en todos los grupos, y a los más laberintosos les decía: ‘Vamos a estudiar’. Soy Cornejo Ramírez, y mi Ramírez viene de Iquitos por mi madre, que era maestra; eran los tiempos del fútbol y habíamos clasificado para el Mundial del 70. ¿Y quién metió los goles? ‘Cachito’ Ramírez. En la universidad me decían ‘Cachito’”. El mote no sobrevivió a la cuadratura del joven que se mete en política. El precoz economista había entrado a la administración pública y se ligó a algunos ‘think tanks’. Así conoció a Luis Alva Castro, que buscaba técnicos para el Apra. Entró de asesor parlamentario y su primera tarea de militante empoderado –quemó etapas a diferencia de tantos compañeros que empezaron desde el colegio– fue trabajar en el plan de gobierno 1985.
Estaba previsto que Enrique fuese un joven viceministro de Hacienda. “Un día me llamó Agustín Mantilla, secretario personal de Alan García, y me dijo que el presidente quería que lo acompañe a Puno. En el avión, Alan me pidió que sea secretario general de Palacio. Era como el jefe administrativo de Palacio. Fue un PhD político para mí. Se lo he preguntado varias veces, pero hasta ahora no tengo una respuesta de por qué me lo planteó”.
Apenas evoco los malos recuerdos del primer alanato, Enrique se adelanta con la autocrítica. “Había muchas expectativas y muchas frustraciones de generaciones que habían padecido tantos impedimentos para llegar al poder”. Quiere responder a algo en particular, su relación con el dólar MUC cuando presidió el Instituto de Comercio Exterior (ICE): “El MUC se creó en 1976 con Morales Bermúdez y consistía en un dólar diferenciado. Cuando yo ya no presidía el ICE hubo unas denuncias de importaciones falsas que usaron indebidamente el MUC, no tuve que ver con eso”. Busca salir de la autocrítica ochentera con una coda ‘permisológica’: “Las colas sí existieron, por eso, cuando fui ministro de Transporte en el segundo gobierno, quise volarme una cola. Y, con la ayuda de varios funcionarios, me volé la del pago de impuestos en el aeropuerto”.
–De vuelta a Lima–
Enrique puede ser el indicado para explicar por qué los limeños tardamos tanto en tener sentido de la patria urbana: “Tardamos exactamente 40 años. En 1976, hace 40 años, teníamos 1 millón de habitantes y es cuando una ciudad debe resolver temas como el de su transporte masivo. Hoy tenemos un promedio de velocidad en hora punta como de 3 km/h”. ¿Qué es lo ideal en una ciudad sostenible? “Entre 15 y 30 km/h”. Ahora, desde el Estado, no desde el municipio, estamos pensando en grande con el metro. “Hemos perdido dos años por hacer primero un concurso de estudio y luego otro para la obra. Todo se desfasó”. ¿De qué ciudades tenemos que aprender? “De Singapur, ahí el ciudadano de a pie tiene en mente el futuro de su ciudad; de Curitiba; de Bogotá; un poco de Santiago; de Barcelona”.
El plan de Enrique se llama Lima al 2050 y promete regalar una hora diaria a limeños y chalacos, como resultado de las reformas planteadas. Es atacar la baja de productividad, le digo. “Y la felicidad”, replica, invocando nuestro estrés urbano. Aún falta mucho, para el Apra y para Lima.
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— Política El Comercio (@Politica_ECpe) 5 de noviembre de 2016