La lucha anticorrupción ha tomado, de pronto, una peligrosa distancia de los canales institucionales que debieran sustentarla.
Así, la política y la justicia vienen siendo conducidas al peor de los terrenos: el de una cacería indiscriminada entre bandos irreconciliables que no deja lugar a la rehabilitación ni de una ni de otra.
Necesitamos de la política y la justicia, como de la economía y sus instrumentos de operación, control y regulación para que el país funcione. Ninguna de ellas puede ser abandonada al caos. Los peruanos no hemos delegado poderes a través del voto para que se nos haga la vida a cuadritos ni para que se nos niegue el derecho a saber qué va a pasar mañana.
Necesitamos una mínima dosis de gobernabilidad, estabilidad y predictibilidad. ¿Quién o quiénes nos la deben dar? Por cierto, los odios de unos y otros no.
En el campo de la política tenemos al Gobierno y al Legislativo con salarios al día para que hagan lo que tienen que hacer. En el campo de la justicia, al Ministerio Público, a la Corte Suprema y a los demás tribunales. Y encima de todo ello, a un jefe del Estado, Martín Vizcarra, llamado a poner orden y controlar los desbordes.
No podemos seguir con este safari político-judicial o judicial-político como un consentido divertimento cotidiano. Nadie en este torneo de rivalidades e intereses parece realmente preocupado por el sistema democrático ni por la lucha anticorrupción.
No sabemos si ahora se exhibe en el banquillo a Keiko Fujimori de la misma manera como se exhibirá mañana a Alejandro Toledo, Susana Villarán, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski; y si al séquito que acompaña a Fujimori en su juicio sobrevendrán los demás, detrás de Toledo, Villarán, Humala y Kuczynski.
Como los entierros de los señores de Sipán, ¿no serán entierros solitarios? Después de tanto ruido y pocas nueces, quizás al final no tengamos ningún ajuste de cuentas anticorrupción de verdad y la vida “republicana” continúe su marcha hacia el bicentenario.
Quienes viven por ser más héroes que otros y quienes mueren por ser menos villanos que otros, en la judicialización de la política y en la politización de la justicia, terminarán a la larga añadiendo más daño que bien a un proceso de recomposición institucional que el presidente Vizcarra y su primer ministro César Villanueva corrieron el riesgo de liderar mediante reformas hechas a la carrera y bajo presión, y que esperan que sean arropadas en un referéndum convocado también a toda prisa.
En medio de este safari político-judicial y judicial-político, propio de la jungla profunda, alguna reserva de reflexión y razonamiento tiene que haber para devolverle a la pregonada lucha anticorrupción los únicos canales institucionales con los que podría tener real éxito: los que mandan la ley y la Constitución.
Sería decepcionante, como ya ocurrió en el pasado, que las cacerías políticas y judiciales de hoy, sin cabezas que colgar de gruesos clavos, acaben por reforzar la impunidad como síndrome sin fin de nuestra historia.