Un crimen que cumplirá 45 años de perpetrado. En medio del silencio de los represores, las familias aún buscan los cuerpos de los estudiantes secundarios desaparecidos durante la dictadura militar de Argentina encabezada por Jorge Rafael Videla. La Noche de los Lápices no ha terminado para ellos.
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El 16 de septiembre de 1976, diez estudiantes fueron secuestrados en un operativo conjunto de efectivos policiales y del Batallón 601 de Ejército. Los sacaron de sus casas en medio de la noche, se los llevaron delante de sus familias y solo tres lograron sobrevivir a las torturas que fueron sometidos.
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Tenían entre 16 y 18 años de edad cuando sucedió, vivían en La Plata. El pecado de la mayoría —a ojos de sus represores— era el hecho de pertenecer a la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y luchar por la gratuidad del boleto estudiantil secundario.
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Pablo Díaz, Emilce Moler, Patricia Miranda, María Claudia Falcone, María Clara Ciocchini, Francisco López Muntaner, Daniel Racero, Horacio Ungaro y Claudio de Acha fueron los estudiantes que la dictadura militar secuestró y torturó entre el 16 y el 21 de septiembre de 1976.
De este grupo de adolescentes, solo tres lograron sobrevivir: Díaz, Moler y Miranda. También sobrevivió Gustavo Calotti, quien había sido secuestrado la semana previa al rapto de sus compañeros. Hasta la fecha, se desconoce el paradero final de los seis asesinados.
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Un comisario de la Bonaerense comandada por Ramón Camps, bautizó el operativo como “La Noche de los Lápices”. Este hecho fue retratado en una película del mismo nombre —estrenada en septiembre de 1984–, recoge los testimonios de los sobrevivientes y se ajusta fielmente a la realidad.
Militancia, consecuencia y represión
Como se mencionó, la mayoría de los adolescentes secuestrados por la dictadura militar eran de la UES. Esta era una organización peronista, una organización de acción política de los Montoneros. Todos, menos Díaz que era de la Juventud Guevarista, militaban ahí.
Pero su militancia no salía de los centros estudiantiles o la tareas de alfabetización en barrios pobres. No etan elementos peligrosos, ni andaban armados. En ese momento su principal objetivo era lograr que el boleto estudiantil —que había sido conseguido por los estudiantes secundarios en 1975 y suspendido en agosto de 1976— retornara para que los estudiantes pudieran tener un descuento en el autobús.
Según el testimonio de Pablo Diaz, la suspensión del boleto en agosto de 1976 no fue una casualidad, querían detectar —mediante un trabajo de inteligencia— a los líderes que habían logrado este derecho y buscarlos durante aquella fatídica noche.
La historia de estos jóvenes se supo tras el Juicio de Juntas Militares de 1985, gracias primero al testimonio de Díaz y luego el de Emilce Moler.
“Hombres fuertemente armados entraron a mi domicilio encapuchados notificándose como del Ejercito argentino. Golpeando las puertas encañonaron a mi padre y encañonaron a mi madre. Buscaban una estudiante de bellas artes. No sabían ni mi nombre, sabían que venían a buscar una estudiante de 17 años”, recuerda Moler. “El pasado está entre nosotros”, señala a EFE la ahora doctora en bioingeniería de 62 años.
“Yo descubrí que se podía hacer algo por el más desposeído no desde la caridad sino con la política, que la política iba a permitir que no haya más pobres. ¿cómo con 15, 16 y 17 años no querer eso? Los equivocados no éramos nosotros, el Estado que nos tenía que cuidar fue el que nos torturó, nos encarceló y desapareció, eso es lo que es terrible”, evoca Moler.
Aquella madrugada en que fue secuestrada comenzó el calvario para Emilce, entonces miembro de la peronista Unión de Estudiantes Secundarios: primero fue llevada, como los otros estudiantes detenidos, a uno de los centros clandestinos de tortura del régimen: “donde uno pierde toda la condición humana”, subraya la sobreviviente.
Pero sus caminos se dividieron al ser trasladados a otro.
“Una semana después de estar ahí, nos suben a todos en un camión, y a todos los que estábamos en ese centro, que éramos muchos. El camión en un momento para y empiezan a leer una serie de nombres, y entre ellos están los seis chicos que hoy están desaparecidos, y nosotros seguimos. (...) Yo pensaba que en cualquier momento iban a venir. Ahí se jugaron los destinos. Ahora, ¿por qué? Yo sé que ellos no hicieron nada para no estar, como yo no hice nada para vivir”, señala.
Tras pasar por el segundo centro clandestino, Emilce fue llevada a una comisaría y de ahí, en 1977, a una cárcel común, donde estuvo hasta que en 1978 recibió la libertad vigilada, que no fue total hasta el año siguiente.
“Yo salí aún en dictadura, y si hubiera necesitado no podía ir a un psicólogo. No podía exponer a un psicólogo a tener una entrevista conmigo y que yo le cuente eso, porque le estaba poniendo en peligro”, revela.
Y confiesa: “Las marcas del cuerpo y el sentir que todavía podía tener alguna cuestión física que impidiera un deseo como la maternidad era algo que me perturbaba. El día que parí a mi primera hija dije, listo, ya está, soy libre”.
Hoy tiene tres hijos y tres nietas. Y mantiene su “compromiso” como sobreviviente: “el compromiso de honrar la vida, de ser la voz de los que no están, de narrar y tener todos los detalles y testimoniar desde adentro, porque los juicios y las condenas a los militares en gran parte se pudieron hacer gracias a los sobrevivientes”.
¿Dónde están?
Año tras año, el Equipo Argentino de Antropología Forense Trabaja para hallar los cadáveres de los seis estudiantes asesinados. Se sabe que los estudiantes pasaron por varios centros clandestinos de detención, pero no hay pistas sobre el paradero de sus cuerpos. Y los asesinos guardan escrupuloso silencio.
Durante los “Juicios por la Verdad” realizados en La Plata, se supo los nombres de algunos de los represores: Miguel Etchecolatz, Valentín Pretti, alias “Saracho”, y al ex cabo de la Bonaerense Roberto Grillo, entre otros.
Se sabe poco, ya que no se ha podido romper el pacto de silencio de los represores. “Me dijo que los tuvieron que matar”, contó Ana Rita Vagliatti Según recoge Clarín.
Ella es hija de Pretti, quien falleció en 2005, el mismo año que pidió el cambio de apellido y por eso ahora lleva el de su madre. “No quiero nada de ese hombre, quiero borrar de mi historia ese apellido siniestro”, señala. Su padre le confesó que había participado en el secuestro y asesinato.
Pretti confesó el crimen, pero no dio más detalles relacionados al ultimo paradero de los cadáveres.
Por su parte, Grillo sigue vivo pero está jubilado por incapacidad psiquiátrica. “Yo los tuve que quemar, hacer cenizas, pero no los maté, ya estaban muertos después no pude volver a comer carne nunca más”, confesó a los familiares de Ungaro durante una reunión confidencial.
“Estoy conforme porque a las nuevas generaciones les dejamos la mayor cantidad de genocidas presos y juicios. Eso no todos los países lo lograron, y me parece que fue una tarea que hicimos entre todos”, afirma Moler, aunque reprocha que los militares no digan dónde están los cuerpos de los desaparecidos.
Según organismos de derechos humanos, durante la dictadura unas 30.000 personas —militantes políticos armados y no armados, sindicalistas o estudiantes— sin ser sometidas a juicio fueron secuestradas, torturadas y asesinadas.
Con información de EFE.