(Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
(Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Hace aproximadamente un año y medio tomé la decisión de bajarme del auto para subir a mi bicicleta y transportarme a pedaleo limpio a mis centros de trabajo: el grupo RPP, por las mañanas, exactamente a 2,9 km de distancia de mi casa; y, por las noches, Latina Televisión, a 1,9 km desde el mismo lugar. Sin mucha pretensión, me fui a la avenida Grau a comprar una bicicleta, que de yapa me vino con un vaso tomatodo y una luz LED trasera de cortesía. “Pa’que no te atropellen pe, Galdós”. La inversión fue de 380 soles.

Quienes me conocen de toda la vida saben que me movilizo en bici desde los 19 años, no por deportista, sino por misio. Iba de mi casa a la universidad, de la universidad a casa de mi enamorada (es decir, de Jesús María hasta Ate Vitarte, Salamanca), hasta mi barrio de amigos en La Perla, Callao. Es decir, casi casi estaba ya listo para recorrer toda Sudamérica en mis dos ruedas Best con cambios Shimano. Diez años después, a los 29, me compré mi primer auto, un Toyota Starlet con el timón cambiado, y me aburguesé. Le hice ascos a la bicicleta y nunca más la usé como medio de transporte oficial, hasta hace 547 días, como he detallado al inicio de estas líneas.

Todos los días, al llegar al canal y a la radio, recibo una serie de bromas como “ya pues, no seas misio y cómprate un carro”. “Oe, con lo que ganas la gasolina no te cuesta nada”. “Seguro quieres bajar la panza”. “Su mujer le quitó el carro”, etc., etc. La única persona que me alienta, a pesar de las burlas, es Mónica Delta, quien, al igual que yo, llega al canal también en bicicleta, casco en la cabeza, sin importar el peinado, porque ambos sabemos que cualquier chofer asesino nos podría dejar descerebrados.

Si no me gusta el deporte, si no disfruto andar en bicicleta, si no lo hago por cuidar el medio ambiente, si tampoco quiero adelgazar, si me molesta el viento en la cara y el frío, si llego sudado a todas partes y, sobre todo, si estoy harto de ensuciar mis pantalones con la cadena engrasada, entonces ¿por qué diablos decidí andar en bicicleta? La respuesta, que había olvidado hace mucho tiempo, la volví a encontrar esta semana que mi bici estuvo en mantenimiento y tuve que volver a usar el auto: dejé de andar en automóvil porque me harté de sentirme obligado a tener que dar una propina –no menos de dos soles– a todos los limpialunas, malabaristas, vendedores de bolsas de basura en el barrio, señoras con hijos en brazos, disfrazados de locos con piedra en mano amenazándome, drogadictos o vagos que se creen dueños de la pista y cobran diez soles por derecho de ‘parqueo’ en la vía pública –como por ejemplo afuera del teatro Marsano, del Teatro Nacional, del Teatro Municipal– y pobre de mí que osara no tener monedas, pues al día siguiente tenía que pasar por los mismos semáforos y, si no les daba lo de ayer y lo del mismo día y así todos los días, en una de esas me caía una mentada de madre. “Galdós, eres un sobrado. Después te quejas si te robo”. “La próxima que te estaciones aquí, te araño el carro”, etc., etc. Para que vean que no exagero, les cuento mis paradas obligadas con los que deciden, en la mayoría de casos, vivir de los demás: semáforo Javier Prado con Los Castaños (limpialunas, señoras con bebe en brazos), Prescott con Javier prado (drogadictos rehabilitados vendiendo bolsas, señor en silla de ruedas que luego dobla su sillita y se va a su casa caminando), Prescott con Canevaro (malabaristas, tragafuegos, vendedores de libros piratas), Salaverry con Prescott (por Navidad se para un señor bigotón con african look y sus diez niñitos), Comandante Espinar (señor de camisa con corbata que te cuenta que fue millonario y lo perdió todo).

Me cansé de tener un presupuesto mensual para dar limosnas obligadas.

Esta columna fue publicada el 8 de julio del 2017 en la revista Somos.

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