"Despedida de soltero", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
"Despedida de soltero", por Carlos Galdós. (Ilustración: José Carlos Chihuán Trevejo)
Carlos Galdós

Milco es el amigo con categoría de hermano que la vida me regaló. Llegó al colegio en primero de media y nos hicimos casi instantáneamente amigos. Las diferencias que en la adolescencia los chicos hacen notar en nuestro caso nunca se sintieron entre nosotros, cosa bastante extraña en una promoción de clase media trepona que vivía aparentando sobre lo que no tenía. Sin embargo, él, siempre de actitud relajada, no le daba importancia a nada. Sus papás tenían el auto del año, él usaba el reloj Swatch de moda, tenía la casa más grande y nada de ello lo estupidizaba. Tal vez por eso nos sentábamos juntos en la penúltima fila, porque ambos disfrutábamos de mirar a los demás... desde nuestra estratósfera.

Nos gustaba alucinar a los demás a diestra y siniestra. Imaginábamos la vida de cada uno a nuestro alrededor y sobre todo teníamos algo en común: nuestras libretas eran un verdadero baño de sangre. La diferencia era que mientras yo me asustaba porque sabía que en mi casa me iban a fajar a correazos, él simplemente se reía y me explicaba que a sus papás no les molestaba que sacara jalados. Es más, lo iban a premiar por tener un azul en OBE (Orientación en Bienestar del Educando), el curso más inservible y huevero. Sus padres sabían lo que hacían. Educadores ambos, supieron respetar los tiempos de mi amigo, quien –a decir por sus notas, parecía un caso perdido– cada vez que se trataba de discernir, opinar, interpretar o razonar sobre cualquier tema lo hacía con brillantez. Su análisis en materias vinculadas a la filosofía le daba la seguridad a Haydé y Víctor de que, en el caso de ellos, el dicho ‘en casa de herrero cuchillo de palo’ no aplicaba.

Entre sus rarezas, Milco era miembro a los 13 años de una fraternidad dedicada al yoga y la meditación. Es vegano desde que lo conozco y no como los de ahora, que no tienen ni idea de lo que hacen o, peor aún, sienten que es cool-hipster. Hemos caminado 30 años juntos, hasta el día de hoy y ahora de adultos nuestra amistad/hermandad se cimienta también desde las diferencias e imperfecciones que podemos tener. Mirarnos, aceptarnos y seguirnos queriendo como somos nos hace inseparables. Y ahora se casa. 

En el grupo de WhatsApp las bromas no se han hecho esperar. Las clásicas propuestas de encerrona han salido a flote, pasando por la borrachera hasta que pierda la razón y una orgía con enanas que yo propuse, pero que tampoco tuvo eco. En el fondo, quienes lo conocemos sabemos que Milco no hará nada que rompa el pacto que tiene con su novia y en honor a la verdad los cuatro que estamos en ese chat tampoco. Hemos soltado ideas de puro bocones. La fantasía de la despedida de solteros se va a convertir, como siempre, en una larga noche de conversación inagotable sobre temas que nos hagan mejores personas. Mi grupo de amigos del colegio nunca estuvo en el de los pendejeretes, fumones, borrachines, futboleros, guapos, bacanes o fiesteros. Yo, más bien, estuve en el escuadrón de los lornas, que dicho sea de paso hoy son tal vez las personas más consecuentes que conozco. 

Querido Milco, estoy muy feliz por ti, vas a entrar a uno de los mejores mundos. Yo soy de aquellos que considera que el vínculo hay que avalarlo, firmarlo y sellarlo. Me he casado dos veces, ambas con la misma convicción, libre, voluntariamente y feliz. A mí cada uno de mis matrimonios me ha hecho mejor persona. No me cabe la menor duda de que lo mismo te pasará a ti. 

Esta columna fue publicada el 26 de agosto del 2017 en la revista Somos.

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