Ante el próximo nacimiento de nuestra segunda hija, mi esposa y yo hemos venido realizando una serie de cambios para volver más habitable nuestro pequeño departamento. Lo ideal hubiese sido mudarnos a un piso más grande, pero en los últimos años los alquilares en Madrid se han disparado (ya no comento el gasto que implicaría adquirir una propiedad). Para solucionar nuestro problema logístico hemos encontrado una solución intermedia: un trastero, un desván, ubicado a solo cinco minutos de casa.
En las últimas semanas hemos llevado hasta allí una pila de cajas con cosas que no están en uso constante: ropa de invierno, zapatos viejos, implementos playeros, electrodomésticos aparatosos, alfombras, la bicicleta de Julieta y un sinfín de cacharros de los cuales no hemos sabido desprendernos.
Mientras mi esposa tiene una imbatible propensión a guardar (un rasgo heredado de mi suegra, quien hasta el día de hoy conserva los juguetes, y no pocos vestidos, con que crecieron sus hijas), mi política general es: usar-disfrutar-desechar. Ella asegura que tenemos un problema de espacio, yo sostengo que tenemos un problema de criterio en la depuración. Supongo que las parejas incurren en ese tipo de choques y confrontaciones. «¿No te parece que esto habría que botarlo?», «te encanta botar todo a ti», «pero es que hace años no lo utilizamos», «a ver, bota tus libros, pues, hasta en el baño tienes libros, ¿acaso los lees todos los días?», «no te metas con mi biblioteca», «y tú deja eso en su sitio», «ese es el problema: ¡esto no tiene sitio!», «¡déjalo en el suelo!, ya veré donde lo pongo», «¿y esto otro de aquí?», «¡eso me lo regaló mi abuela!, ¿cómo se te ocurre que lo voy a tirar?», «amor, es una batidora que no funciona», «¡ya, pero tiene valor sentimental!».
Después de largas horas de negociación diplomática para determinar cuáles pertenencias sobrevivían, cuáles iban a parar al trastero y cuáles al contenedor de la esquina, empezamos el embalaje y posterior traslado de las cajas. Fue como un ensayo, un simulacro para el día en que nos mudemos de verdad. Caminé las cinco cuadras jalando una carreta colmada de bultos y, a medida que los desmontaba y apilaba en su nueva buhardilla, pensaba en esa habitación del sótano de la casa de mi madre, en Lima, donde vienen empolvándose los cientos de libros, muñecos y adornos que no traje conmigo cuando vine a España, hace casi diez años. Llevo la misma cantidad de tiempo prometiéndole a mi madre que muy pronto desocuparé ese cuarto y contrataré un conteiner para traer a Madrid esa montaña de posesiones, pero no es verdad, ya he renunciado a esa idea, no es realista. Lo más probable es que, durante mi próxima visita a Perú, me deshaga de la mayoría de esos objetos que durante una larga temporada consideré irremplazables y que constituyeron la escenografía diaria de mi vida previa a la migración.
Antes de cerrar el trastero miro los cachivaches que quedan dentro de esta especie de cárcel: admito que algunos son de valor y tienen utilidad, pero espero que muchos no vuelvan a molestar, que envejezcan aquí, que sea el tiempo el que demuestre su caducidad. Camino de regreso a casa pensando que todo desván, todo trastero tiene algo de purgatorio: allí cumplen su penitencia los residuos materiales de nuestra cotidianidad, el patrimonio sobrante, las cosas que en su día compramos con ilusión, pero que no aceptamos que ya han dejado de servirnos.