Pese a mis planes originales, debo confesar que el período de cuarentena no fue tan productivo como esperé. No fue una dejadez absoluta, pero hubo mucho tiempo de distracción auspiciado por incursiones culinarias, las redes sociales y todo el entretenimiento audiovisual disponible en las diferentes plataformas digitales. Inicialmente lo tomé como una oportunidad para ver todo aquello que estaba en mi lista de pendientes, pero poco a poco esta lista de “musts” fue mutando hasta caer en un vórtex de reality shows del cual fue muy difícil salir. Bueno, creo que he salido.
Siempre menosprecié este tipo de programas. Hablo específicamente de la franquicia de The Real Housewives (Las Verdaderas Amas de Casa), que puede encontrarse en Netflix. Empecé con las de Beverly Hills (donde descubrí el origen de ese meme de la mujer gritándole al gato) y como solo había dos temporadas disponibles fui arrastrado a la versión de Atlanta y luego a la de Nueva York. Probablemente haya perdido el 25% de mis neuronas viendo tantos episodios sobre temas tan banales; Beverly Hills sobre todo. Pero debo decir –sin ánimo de querer darle un aire intelectual a mi fechoría- que, por otro lado, fue una experiencia sociológica y hasta antropológica bastante interesante.
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Una de mis conclusiones fue que el ser humano con una cantidad ilimitada de dinero puede ser igual a un mono con metralleta. Entre el despliegue de cirugías (Beverly Hills), decoración ostentosa pero carente de gusto (Atlanta) y falsas amistades (todas), veía que estos eran comunes denominadores en diferentes partes del mundo incluyendo Lima, Perú.
Pero mientras sacudía mi cabeza en desaprobación al ver este tipo de situaciones, sentí que estos programas decían tanto sobre un sector de nuestras sociedades como sobre mí. ¿Por qué me había quedado pegado viendo algo que descalificaba en tantos aspectos?
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Para “compensar” el cargo de conciencia por este consumo desmedido de frivolidad, aproveché en ver Spellbound y Shadow of a Doubt, ambas de Alfred Hitchcock; documentales como Down To Earth de Zac Efron y My Octopus Teacher; series como I May Destroy You, The Boys y demás programas que fueron una gran fuente de información e inspiración (aunque sostengo que la inspiración puede venir prácticamente de cualquier cosa).
Y de repente apareció Emily in Paris.
Cuando vi que el actor Matt Bomer la promocionaba en su cuenta de Instagram, la serie produjo en mí el mismo efecto que sentimos cuando compramos un producto cuya satisfacción está garantizada. En la imagen aparecía Lily Collins vestida de negro con la Torre Eiffel de fondo sin mayores detalles. Al día siguiente del estreno la empecé a ver y no pude parar. En 24 horas había visto los 10 episodios que comprenden esta primera temporada y ahora espero con ansias la segunda. No era lo que había imaginado, pero en ese lapso fui transportado a mi ciudad favorita del mundo; pude fantasear con vecinos guapos (olvidándome temporalmente de la concubina del diablo que me ha tocado en la vida real); y me reí, me reí mucho. Sobre todo con el pobre manejo del idioma galo por parte de la protagonista.
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No voy a entrar en detalles en cuanto a la trama de la serie, pero sí en cuanto a su efecto sobre el público. Estamos en uno de los momentos más polarizados de la historia o, mejor dicho, donde la polarización se ha vuelto más evidente, y el recibimiento que ha tenido la serie no ha sido la excepción. Desde los posts en Facebook de los expertos en todo-aquello-parisino, hasta los artículos en línea de la revista Vogue UK: Emily es aquella chica que la mitad del planeta ha decidido odiar en conjunto.
Está claro que no a todo el mundo le tiene que gustar la serie, pero ese tratamiento destructivo hacia su protagonista es un poco absurdo. Me sorprende cómo algunos “expertos” en moda atacan el vestuario de Emily Cooper. Quizá para el público en general la lectura sea un poco más difícil, pero para quienes trabajan en medios de comunicación relacionados a la moda es sorprendente que no capten que el vestuario de la protagonista es eclécticamente poco armonioso a propósito. Esto, para demostrar la idea de chica del “midwest” norteamericano que llega a la Ciudad Luz por primera vez.
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Sería ridículo pensar que esto no es intencional en un trabajo de estilismo muy pulido en el que la antagonista, Sylvie Grateau, tiene un vestuario claramente inspirado en Carine Roitfeld (ex-editora de Vogue Paris) y donde se han cuidado tantos otros detalles (como el reloj Vacheron-Constantin que lleva uno de los pretendientes de Emily en los pocos segundos que enfocan que le agarra la cintura).
Hace poco leí un comentario a un artículo sobre el tema: “Emily in Paris es el show que todos aman odiar.” No pude estar más de acuerdo, y es justamente eso mismo lo que sentí cuando analizaba mi pseudo-adicción a The Real Housewives. Criticaba muchos aspectos de varias de sus protagonistas, pero seguía enganchado a la serie, de la misma manera que muchos disfrutan viendo los programas de chismes en la televisión local. Entonces, ¿amamos odiar?
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Por lo visto en redes sociales luego del partido entre Perú y Brasil me atrevería a decir que sí. Y si es en masa, mejor. Aunque soy ajeno a las pasiones pertinentes al fútbol, entiendo claramente el fanatismo y el malestar que producen las injusticias. Pero, ¿acaso los ‘likes’ valen más que el peligro de fomentar el odio en una atmósfera ya bastante hostil? Sea con una serie de Netflix o un encuentro futbolístico: pensé que luego de la pandemia habríamos evaluado mejor qué sentimientos queremos promover, y cuáles no.
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