Te pareces mucho a tu madre, es algo que escucho a menudo. Mi respuesta es siempre “gracias”, porque es, sin duda, un cumplido. Su belleza, inteligencia, gracia, su carácter determinado y el espacio absoluto que ocupa en cualquier lugar donde existe, es sin duda algo a lo cual aspirar. También me sorprendo cuando, a medida que va avanzando el calendario, me voy llenando de las mismas manías y expresiones, como si doblara las esquinas en las mismas páginas que ella: desde caminar por la casa apagando luces, indignada por la cuenta que vendrá, hasta refunfuñar en voz baja que nadie ayuda en nada, mientras lavo los platos. También nos ha pasado sentarnos a tomar un taza de té y reírnos de cómo nos cuesta seguirle el ritmo a la conversación, porque parecemos andar con la cabeza, igual que su celular, con demasiadas aplicaciones corriendo a la vez.
Pero lo cierto es que no nos parecemos tanto. Creo ser una mujer que enorgullece a su madre, pero también la desconcierta. Mis modos, mis prioridades, mi manera de sostener el mundo, le causan extrañeza más veces de lo que las dos quisiéramos. La imagino deseando que, efectivamente, fuese más parecida a ella.
Mucho de esto tiene que ver, por supuesto, con nuestro salto generacional. Venimos de dos lugares en la historia muy distintos. Hijas millennials con madres boomers. Yo, a mis 33 años, estoy casada pero sin hijos, enfocada en gran parte en mi carrera, usando mi plata para viajar, probar, hacer tonterías. Mis treintas se sienten como una extensión natural de mis veintes –aunque mis rodillas no piensen lo mismo– y así lo sienten también muchísimas de mis amigas. Por su lado, la mayor parte de nuestras mamás comenzaron sus treintas casadas, con hijos, dedicadas por completo a la casa y la familia. Una generación de madres que creció en sociedades donde las mujeres tenían un sitio concreto, un camino preestablecido hacia la felicidad, que dejaba poco espacio para la exploración.
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Esto fue lo que vimos en casa, en su mayoría, y de pequeñas fantaseamos también con ello, con las relaciones románticas y la familia como eje central, solo que en nuestro caso complementado, casi adornado, por las aspiraciones profesionales. Tal vez fue Internet lo que cambió todo. Nuestra adolescencia estuvo marcada por el acceso rápido al mundo, a lo que había después de la línea del horizonte marcado, y eso creó la necesidad de salir a explorar. El problema es que muchas volvimos a casa y empezamos a ver las grietas en la pared, a cuestionar por qué ciertas cosas estaban donde estaban y no se habían movido en décadas, a sentir el hedor de aquello que ya no podía seguir poniéndose bajo la alfombra.
Es duro esto. Es duro, porque nuestra divergencia del camino que siguieron nuestras madres se siente como una afrenta personal hacia ellas. Un menosprecio a sus elecciones. Una rebelión, en el mejor de los casos, y un berrinche adolescente eterno, en el peor, que busca probar que nuestras maneras son mejores que las suyas. En algún punto, sí; en otros, no; pero más que querer defender nuestras elecciones, lo que protegemos con recelo es nuestra libertad para elegir, para tomar caminos extraños, para redefinir el tiempo, para no dar tantas explicaciones. Una libertad que habríamos deseado también para ellas.
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Así es como nos llevamos a callejones sin salida, a discusiones nacidas de tener los mismos ojos, pero una mirada distinta. El amor, la sangre, el álbum de fotos compartido, las ganas de no fallar son pegamentos que no funcionan en todas las superficies.
¿Cuál es la salida, entonces, a la desazón que da el sentirse una tan parte de la otra, y a ratos no reconocerse? Tal vez, y lo he descubierto con asombro en más de una ocasión, es aprender a encontrarnos fuera de la maternidad, en un lugar de más curiosidad y menos expectativas, donde no tengamos que cumplir el rol ni de madre ni de hija; ser solo dos mujeres tomando té, riendo y perdonando el no poder seguirnos el hilo.
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