Adriana Garavito

Estoy lista. Me he preparado toda la semana para esta presentación. Ya estoy cambiada y bañada para -como casi nunca- prender la cámara durante la reunión. Además, como cualquier otra madre que trabaja en casa he calculado casi todo a la perfección:

Entre 8:00 a.m. y 8:30 a.m. se sirve el desayuno. Luego, un rato de juego, cepillada de dientes, bloqueador, chau pijama, ganchitos en el pelo, zapatos en los pies, frutita en la lonchera y solo esperar que la abuela llegue a casa para llevarse, como todos los días, a mi hija al nido.

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Mientras todo eso sucede, mi celular se carga en la sala, mi laptop en el cuarto y no hay duda de que Internet funciona a la perfección. Hice la cama para evitar la ansiedad y recogí algunos peluches del piso con el mismo objetivo. Diez en punto de la mañana me tengo que conectar. Son 9:45 a.m. y ya sé que mi mamá debe de estar por llegar.

¡Abuela! Grita Victoria desde la ventana. Veo el reloj y no me sorprendo: mi mamá llegó un poco más temprano y recuerdo las tantas veces que me ha dicho que la puntualidad es importante; que es mejor llegar antes y esperar que te abran la puerta, a que llegar tarde y que la gente te mire con ganas de cerrarte la puerta.

Están por salir, le doy un beso a mi niña, otro a mi mami y antes de subirse al carro Victoria cambia de opinión. No quiere ir sola: quiere llegar a la señora tortuga y a la llama, que es su buena amiga. Que vayan con ella en el carro para que conversen, dice.

Miro el reloj. Son 9:55 am. y pienso que yo ya debería estar sentada. ¡¿Alguien ha visto la tortuga?! Según yo le estoy hablando a toda la gente que está en la casa, pero nadie responde. No sé si es porque no saben dónde rayos está la tortuga, porque no me escuchan o porque no les interesa.

Encuentro a la maldita escondida debajo de un mueble. Falta la llama. ¿Dónde está esa llama? ¿No debería estar al lado de la tortuga? ¡OK! Ya. La tengo. 9:57 a.m. Ya, chau. Váyase con la abuela, Victoria, mami se va a sentar a trabajar.

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Dame un beso, mami. Obvio, mi amor. 9:58 a.m. Listo, la abuela te espera, reina. Dame un abrazo, mami. A ver, abrazo. Quiero upa, mami. Upa. A ver, te llevo al carro. 9:59 a.m. Mi mamá la agarra, me dice que no me preocupe, que ella la acomoda en su carseat, le digo gracias con los ojos porque ya no tengo tiempo y me siento frente a mi laptop. Son las 10:00 a.m. y veo por la ventana que nieta y abuela aún no se van.

Me olvido del tema. La gente se va conectando a la reunión. Estamos listos, prendo la cámara, el micrófono, saludo, me preguntan qué tal el fin de semana y me obligo a no hablar demasiado porque siempre hablo demasiado sobre temas personales. Escucho la voz de mi hija cada vez más cerca. Me extraña, pero no me preocupa.

Bueno, voy a proyectar. ¿Ven mi pantalla?, pregunto.

Y de inmediato escucho una voz dulce, justo a mi lado, que dice:

“Mamá, quiero hacer caca. ¿Puedes ir tú para que me abraces?”.

Qué lindo es el homeoffice.

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