En inglés existe un acrónimo peculiar, el famoso FOMO, revelador sobre la naturaleza del ser humano —como los animales sociales que somos—, en cuanto a querer pertenecer al grupo. Se trata de una preocupación compulsiva por no formar parte de una oportunidad o un evento que percibimos como “importante”. Esa necesidad es inherente a nuestra psique y de hecho ha servido un propósito en la evolución, jugando incluso un papel relevante en la supervivencia de nuestra especie. Sin embargo, se ha intensificado al ritmo de la Ley de Moore con las nuevas tendencias digitales.
Ahora estamos constantemente y cada vez más expuestos a una dosis surreal de posibilidades que encajan en esa definición, a través de las viciosas redes sociales. Aquí no hacen falta las vastas experiencias de personas (sin importar si las conocemos en la vida real o no), que en cualquier momento del día, semana, mes y año están pasándola abismalmente más genial que nosotros. FOMO significa “Fear of Missing Out” y se refiere literal al miedo o ansiedad social que se genera al perderse de cosas. Es una sensación poco agradable que hoy abunda. De hecho, los psicólogos han comprobado que el FOMO conduce a una insatisfacción extrema con la vida y tiene un efecto perjudicial en nuestra salud mental y física: sensaciones de soledad, cambios de humor, autoestima reducida, sentimientos de inferioridad, ansiedad social extrema y mayores niveles de negatividad, hasta la depresión severa.
Allí vivía yo, en el medio de cada uno de esos síntomas. Estaba sumamente consumida por la toxicidad que significa compararse con la situación ajena. Las redes eran mis herramientas para identificar especímenes en mi escrupuloso análisis comparativo. Me facilitaron la lupa bajo la cual podía examinar al detalle quién tenía el mejor nuevo puesto en LinkedIn, la mayor cantidad de seguidores en IG, el mayor número de likes en Facebook, etc., todo producto de los mejores fiestas, los viajes a los lugares más exóticos, los cuerpos más bonitos, las pertenencias más lujosas, etc. Y así, hasta un día llegar al límite… y me refiero quizás al borde. ¿Que me salvó?
¡El JOMO! También conocido como la respuesta sanadora al anterior, el “Joy of Missing Out” es el “Placer de Perderse Cosas”. Mentiría si dijera que el JOMO fue una pastilla mágica que me cambió la vida de un día para otro. No fue así. Fue un proceso, algo que tuve que cultivar mediante otras actividades para llegar a no importarme el hecho de perderme cosas, hasta que eso se volviera más bien un placer genuino.
El JOMO me llevó a un extremo quizás excepcional: empecé eliminando mi cuenta de Instagram, que ya cumple casi 2 años de jubilada, y tomé un buen detox del resto de mis redes. Eliminé las relaciones superficiales de mi vida, las que no aportaban nada bueno a mi salud mental. Comencé a leer sobre neurociencia, psicoanálisis y religiones asiáticas. Empecé a meditar y asistir a retiros silenciosos de hasta 10 días a la vez, le di fuerza a mi voz interior, una voz que se había opacado con tanto ruido inútil. Así, redescubrí pasiones como el arte y otras actividades que amaba de niña. Finalmente, mi gran jornada hacia el JOMO me llevó a dejar el mundo corporativo de la industria de la tecnología por una vida de emprendimiento en el ámbito del bienestar, con el propósito de la desconexión total: el aislamiento sensorial. Hoy puedo declarar que vivo felizmente en la periferia, en el placentero margen de “las cosas”. Me dedico plenamente a ayudar a las personas a salir de la saturación que generan los innumerables estresores de sus entornos caóticos, a encontrar su sanación y su paz interior: su JOMO.
*Stephanie Byrd es MBA con más de 10 años de experiencia en Marketing Digital y Ventas Corporativas. Emprendedora de Bienestar y Iniciativas Filantrópicas.