Una noche de 2007, durante la emisión del programa nocturno que por entonces conducía con Jesús Véliz en la ya fenecida Radio Capital, mientras dialogábamos con los oyentes sobre experiencias paranormales, se produjo un hecho que bien podría calificar como tal. De un momento a otro el monitor del televisor que colgaba del cielorraso de la cabina se apagó. Un minuto después, sin que nadie activara el interruptor de la pared, las luces de la cabina comenzaron a parpadear y enseguida todo quedó a oscuras. Todo salvo los botones de la consola.
PARA SUSCRIPTORES: No puedo creer que esta sea mi vida, por Nadya Tolokonnikova
Con los equipos aún operativos continuamos el programa transmitiendo lo que sucedía, aun cuando no entendíamos qué era exactamente. La luz volvió de golpe, pero solo para volver a irse al instante. La intermitencia se repitió dos, tres, hasta cuatro veces. Usualmente escépticos ante esa clase de manifestaciones, Jesús y yo nos vimos de repente persuadidos ante la contundencia de los acontecimientos. “Están penando”, especuló la productora, Irene, tomándose los brazos, sin dejar de olfatear el ambiente, como si presintiera la circulación de espíritus chocarreros.
MIRA: Veinte años sin César Calvo, por Renato Cisneros
Al concluir la emisión, en un arrebato de pusilanimidad del que no me siento digno, le pedí a Jesús acompañarme hasta el sótano del edificio, donde mi auto descansaba solitario en una playa de estacionamiento que, a esas horas, parecía el perfecto escenario de un rapto, un crimen, una abducción. Al día siguiente, el personal de mantenimiento nos explicó que una descompensación en el suministro de energía eléctrica había suscitado el apagón. Sonaba lógico. Sin embargo, un personaje de ojos orientales y voz gangosa se acercó para trasladarnos sus dudas respecto de esa explicación técnica.
Parecía el doctor César Nakazaki, pero sin terno. “Eso no ha sido ningún apagón, ¡son ellos!, ¡intentan comunicarse!”, farfulló, y desapareció por un pasillo rumiando una de las muchas teorías que a lo largo de los siguientes años lo convertirían en el hombre que es hoy: el popular doctor Anthony Choy. El ahora célebre ufólogo (“el embajador nacional de lo inverosímil”, según el escritor Jaime Bedoya, uno de sus más incondicionales seguidores) fue el único conductor que permaneció en la programación de Radio Capital durante los doce años en que la emisora se mantuvo al aire, mérito solo atribuible a la perplejidad que despertaban en la audiencia sus aterradoras explicaciones acerca del vasto mundo de lo desconocido, allí donde conviven duendes, brujas, extraterrestres, niñas que parlan lenguas muertas, mujeres con extremidades de pájaro y demás seres peludos e inauditos.
Pero desconfiar de las leyes físicas le ha valido al doctor Choy contar con atrabiliarios detractores que lo califican de charlatán, de “vender humo con huevadas de marcianos”. Él no se da por aludido ante esos agravios y prefiere pensar que detrás de ellos hay personas desinformadas, carentes de voluntad para creer en lo extrasensorial. “El Perú no es un mendigo sentado en un banco de oro, sino un ciego sentado en un baúl de misterios”, ha afirmado, parafraseando verbosamente la frase de Raimondi, demostrando que no por las puras ha publicado ya dos libros de poemas (muy consultados en la comunidad de “viajeros dimensionales”).
MIRA: La vida que no vas a recordar, por Renato Cisneros
Después de algunas semanas de inactividad radial, Choy ha regresado por todo lo alto –ahora vía RPP– para continuar interpretando los fenómenos para los que la ciencia no ofrece justificación suficiente, y comentar sus más sobrecogedoras incursiones en el terreno fantasmagórico.
Hace unos años, por ejemplo, el doctor acompañó a un equipo de Univisión hasta Chulucanas, Piura, a una zona pródiga en lo que él llama “eventos ovni”. Lo que vieron los periodistas no fue propiamente un platillo volador, pero sí una luz potente que ejecutaba movimienos considerados atípicos por los lugareños. Lo más probable es haya sido una avioneta que volaba bajo, pero Choy ofreció una inmejorable interpretación de lo vivido. El camarógrafo, llamado José, y la reportera, de nombre María –que además estaba embarazada–, regresaron a Estados Unidos convencidos por el doctor de haber reencarnado a los padres de Jesús y de haber visto, en lo alto de un pelado monte piurano, a la mismísima estrella de Belén. //