María José Osorio

El ejercicio es bueno para el cuerpo, para la mente, para los ánimos, para la autoestima, para retrasar el envejecimiento, para prolongar la vida sexual, para poder pedir esa torta de chocolate sin recriminaciones (con menos recriminaciones), para tener una excusa para salir de compras y decir: “¿Cómo un top tan pequeño puede costar tanto dinero?”, para subir historias de Instagram con el outfit nuevo, para sentirte moralmente superior a quienes no se levantan a hacer ejercicio, para anunciar que lo hiciste y esperar las reacciones de admiración y alimentarte de los “wow, no sé cómo lo haces”, “yo no podría”, para tener lista la respuesta de cómo te ha cambiado la vida, cómo eres otra persona, cómo no se trata de la apariencia sino de la salud, pero igual mirarte 20 segundos de más en el espejo del gimnasio después de la ronda de abdominales.

MIRA TAMBIÉN: Amigo, date cuenta, por María José Osorio

También sirve para alimentar el Fitbit, el Apple Watch y la app de rendimiento y sentirte como una máquina productiva y bien calibrada, alguien que logró hackear a su cabeza, alguien que dice cosas como: “al final, todo es un hábito” y “tienes que encontrar un deporte que te guste; si no, imposible”. Sirve para hablar fluido el neuroidioma. Saber de serotonina, endorfinas. Para aprender cuántas libras son tantos kilos y viceversa. Para cantar reggaetón mientras subes colinas imaginarias en Síclo o mientras saltas cajas en crossfit o para hablar de buenas olas, de sets, de series, de largos, de kilómetros. Para sentirte parte. Para conversar con alguien que hace otro deporte y fingir interés, pero estar seguro de que lo que tú haces es mucho más eficiente.

El ejercicio sirve para poner el despertador a las 6:30 a.m. y postergarlo 10 minutos hasta las 8:30 a.m. Para tener días de piernas y de brazos como un calendario anatómico de torturas intercaladas. Para sorprenderte con nuevos lugares que te duelen. Para contorsionarte cinco minutos intentando sacarte el sostén de deporte.

COMPARTE: “Tres décadas, un álbum”, por María José Osorio

Para tener la excusa perfecta para comprar la minilicuadora que hace batidos. Para probar recetas de batidos que van desde sabor a tierra mojada hasta ‘seamos sinceros, esto es un milkshake’. Para poder desayunar açai bowls y postear una foto diciendo que esa es tu parte favorita del día, mientras piensas en los waffles que vas a pedirte en el cheat day. Para escapar del mundo, pero sobre todo de tu cabeza. Para llevar una racha de un mes sin parar, enfermarte y dejarlo dos meses.

Para estar echado en la cama, caliente y acurrucado, protegido de la hostilidad externa y debatir durante minutos qué tanto realmente necesitas el ejercicio, cuánto de esto son las presiones de una sociedad orientada a la performance, la autosuperación y el wellness. Para repetirte que no hay forma de que sea mejor para ti el hacer sentadillas que el estar viendo Seinfeld comiendo una pizza. Para decidirte por el sofá, por el capullo de mantas y sumarte a la rebeldía anticardio. Para sentir que la cama se va convirtiendo en arena movediza y se hace cada vez más difícil salir. Para sentir el cuerpo pesado, la cabeza revuelta, los ánimos estáticos y cuestionarte qué pasa, qué clase de mercurio retrogradea, qué centro de gravedad te persigue que mientras menos te mueves, menos quieres moverte. Para despertarte un día sintiendo que alguien te robó cinco años durante la noche y volver a poner la alarma. Para pararte una vez más y odiar el frío matutino, las zapatillas, las estúpidas medias enanas, el tomatodo, las articulaciones endurecidas. Odiar la respiración agitada, el corazón que parece querer salir arrancando, el sudor que da cosquillas, pero odiar sobre todo lo bien que te hace. Lo ligero que se empieza a sentir todo después, la energía almacenada, la ansiedad reducida. Odiarlo de forma disciplinada y lo suficientemente seguido como para dejar de odiarlo. //




Contenido Sugerido

Contenido GEC