La misión era puntual y sencilla: ir al departamento donde vivíamos a recoger algo que mi padre había olvidado. Los adultos miraban con cierta aprensión. Desde la pared las estampas imponentes en blanco y negro de los personajes que daban nombre al lugar —Los Inmortales— sonreían de medio lado. Un tibio aroma a pasta y pizza invitaba a quedarse en la mesa, aún no había comido. Pero liderando a los que no morían en magnífica pose de gabardina, chalina y bastón, veía cómo la foto de Carlitos Gardel me decía: “Che, andá”.
Era un niño, jamás había estado en Buenos Aires, nunca había salido del país, y la nocturnidad de la calle Corrientes era como la Vía Láctea. Un despliegue de pretensión y estilo ajeno a la medianía modosa y colonial de Lima la horrible creó una fascinación peatonal inmediata.
Las mujeres eran hermosas, largas. Parecían caminar con trancos más largos que las de mi ciudad natal. A los hombres, más arriesgados en el vestir, los recuerdo casi todos narizones. Lo más notorio era el uso común de ese pequeño bolso con asa que sostenían en una mano con un grácil quiebre de muñeca. En esos tiempos no existían celulares. ¿Qué llevaban ahí? ¿Loción para después de afeitarse? ¿Pasta de dientes? ¿Nada? ¿Cargar el pequeño bolso era una función en sí misma? La incógnita de confrontarse por vez primera con el misterio de la mariconera.
Cuando regresé al restaurante ya estaba cerrado. Había menos gente en la calle. Volví a casa y la circulina de un patrullero iluminaba intermitentemente la desesperación de mis padres. Había pasado más de cinco horas. Eran las épocas en que ya empezaban los secuestros.
Habíamos ido a vivir un tiempo a Buenos Aires porque teníamos familia ahí: mi abuelo había sido un argentino de apellido compuesto. Pero los parientes no la estaban pasando bien. Había una crisis económica terrible en Argentina. La presidenta —Isabelita— se sostenía de un hilo entre montoneros, la Alianza Anticomunista
Argentina y el rumor permanente de una triste normalidad política del Río de la Plata extensiva a todo el continente: el golpe de Estado. Jorge Rafael Videla a pocas semanas de ejercer como uno de los peores carniceros de Latinoamérica.
El grosero cambio del dólar había hecho posible el viaje familiar, las compras compulsivas de mis hermanas y el acompañar en algo a los parientes. Mi tío argentino era juez y vivía amenazado por todos los frentes. Se le notaba en la cara, acongojada hasta cuando hablaba de ese megaevento que estaba por suceder, el Mundial de Argentina 78. Me regaló unos minichimpunes Adidas, souvenir premundialista. Los apretaba con fuerza en el turbulento vuelo de un destartalado AeroPerú que nos trajo de Ezeiza a Lima.
Hace unos días estuve en Buenos Aires. La inflación ha vuelto a hacer del cambio del dólar una grosería. Los robos de celulares se cuentan por miles al día. El taxista te dice que ha tenido que pedir un préstamo para pagar la cuenta de luz y agua. Hasta Marcelo Tinelli se ha vuelto presidenciable. Y, cuando se enteran de que uno viene del Perú, alaban el pujante bienestar andino ante la circular ruina argentina.
La calle Corrientes está en obras hace meses. Rota y con desvíos, desluce la oferta teatral. Fui a ver al cómico Enrique Pinti, ácido e histórico crítico de la argentinidad. No éramos más de catorce personas en la sala. Pinti, viejo, enorme, tuerto y desgastado por la diabetes, articuló un monólogo sin interrupción a lo largo de dos horas en las que hizo una disección procaz, cruda e hilarante de la crisis argentina. ¿Cuántos son?, preguntaba con la ceguera encima. Nadie respondió. Solo aplausos.
En Corrientes busqué el restaurante Los Inmortales. Se había convertido en una pizzería anticuada y grasosa. Los chimpunes mundialistas, intactos, aún los tenía en Lima.