(Ilustración: Víctor Aguilar)
(Ilustración: Víctor Aguilar)
Renato Cisneros

Después de devorar las 168 páginas de Plata como cancha (Aguilar, 2021), la celebrada investigación periodística de , la mayoría de lectores confirma sus viejas sospechas sobre .

Más que encontrar primicias, el mérito de Acosta reside en haber reunido piezas que andaban demasiado sueltas y con ellas ofrece un retrato fiable del personaje en cuestión. El propio autor lo reconoce cuando en el prólogo admite que el libro “juega a armar el rompecabezas”. Es decir, esas piezas ya existían, solo que los peruanos las ignorábamos, las habíamos olvidado o no les dábamos crédito suficiente. En estos tiempos en que día tras día mucha información valiosa es sepultada por toneladas de basura, constituye un logro periodístico notable sumergirse en el archivo, salvar documentos que en su día pasaron desapercibidos, recuperar decenas de testimonios traspapelados y poner todo ese material en perspectiva, dotándolo de una cronología, para que los lectores extraigamos nuestras propias conclusiones. Para decirlo en simple, Christopher Acosta no inventó a la criatura, la criatura era anterior. Lo que ha hecho el reportero es reconstruirla, iluminándola de cerca para que seamos conscientes de su turbiedad.

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Se equivoca garrafalmente el juez Raúl Jesús Vega cuando acusa a Christopher de difamación. Difama quien afirma algo falso, no quien cuenta, no quien describe, no quien refiere. Antes que dar sus opiniones o ensayar ideas propias, el narrador de Plata como cancha cita a personas. Y la cita –qué flojera tener que explicarlo a estas alturas– es en sí misma relevante, es en sí misma noticiosa, sobre todo cuando sale, como en este caso, de boca de socios, familiares, empleados, amigos y ex parejas sentimentales, o sea el círculo próximo de César Acuña. El juez ha dicho que Acosta ha incurrido en delito por no corroborar todas las afirmaciones de sus fuentes. Un argumento pobrísimo que ignora la doctrina del Reporte Fiel, consignada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, según la cual “la reproducción fiel de información no da lugar a responsabilidad, aun en los casos en que la información reproducida no sea correcta y pueda dañar el honor de alguna persona”.

Imagino a Acuña el lunes pasado, después del fallo, tratando de autoconvencerse de que dentro de una semana nadie recordará este escándalo. Lo imagino a continuación viendo en las redes, estupefacto, minuto a minuto, la apabullante repercusión de la vergonzosa sentencia judicial. Lo imagino llamando a Ghersi desesperado, lloroso, leyéndole los pronunciamientos de los más altos organismos internacionales y de Gobiernos extranjeros como Estados Unidos y el Reino Unido, todos mostrando su preocupación por la libertad de expresión, y mandándolo al diablo por hacer añicos su futuro político.

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Curioso oírlo afirmar que actúa en defensa de su honor. Se olvida, o no sabe, o no le importa, que el honor se defiende con los actos de toda una vida, no frente a un tribunal, no empapelando a periodistas y editores, no pidiendo una indemnización millonaria. Podrá usted, señor Acuña, jactarse del respaldo que le ha brindado un juez de primera instancia; lo que nunca tendrá, lo que no compran las chequeras ni garantizan los tribunales, es el respeto de los peruanos, al menos de aquellos que defendemos el derecho a decir la verdad, y que hoy hacemos nuestra la causa de Christopher Acosta y Jerónimo Pimentel. //

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