Los propietarios de viviendas en el centro de Lisboa prefieren alquilarlas a turistas que a residentes, porque los beneficios son superiores.
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Renato Cisneros

Llego a la fundación Saramago, en Lisboa, poco antes del mediodía. Es un edificio magnífico, construido en 1523 en la parte baja del barrio de Alfama, a unos cien pasos de las aguas del Tajo, y cuya fachada está llena de piedras talladas que parecen diamantes.

He venido a encontrarme con Pilar del Río, la viuda y traductora del escritor portugués, y ahora directora de la fundación que conserva la obra, el recuerdo y el pensamiento crítico del premio Nóbel de literatura 1998.

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Conocí a Pilar dos días antes, en el Instituto Cervantes de la ciudad, donde presenté mi última novela. Poco antes de empezar, un amigo me puso nervioso diciéndome al oído: «ha venido la viuda de Saramago», pero traté de no distraerme. Algo de lo que dije esa noche debió parecerle a Pilar más o menos interesante, porque al final, antes de marcharse raudamente, se acercó a invitarme a conocer la fundación.

Ahora ella baja los peldaños de mármol de una escalera altísima, y me pide seguirla con la sonrisa, confianza y afecto propios de la larga amistad que todavía no tenemos (pero estoy seguro de que vamos a tener). Si recorrer este lugar tan parecido a un museo es una experiencia enriquecedora, hacerlo de la mano de Pilar solo puede ser fascinante. Lo primero que hace es llevarme a saludar al olivo que decora el frontis de la casa, un árbol traído desde Azinhaga, tierra natal de Saramago, debajo del cual se hallan desperdigadas sus cenizas. «José no llegó a trabajar aquí, pero tenía la ilusión de hacerlo. Siempre me decía: ‘aquí voy a poder escribir viendo los barcos pasar’. Bueno, esta es la forma que hemos encontrado de que así sea».

A continuación me lleva de paseo por las diversas salas del impecable recinto. Cada sala alberga tesoros. Ahí están las fotos de la infancia, los primeros manuscritos, las novelas traducidas, los libros emblemáticos acompañados de escrupulosos apuntes del autor y de material de investigación; están las fotos con amigos escritores, la mayoría ya muertos, pero que en esas imágenes lucen vivos, encantadores, acaso en la plenitud de sus carreras. Está, desde luego, en una sección destacada, la medalla del Nobel 1998. Pilar cuenta que ella se enteró de la noticia del premio veinticuatro horas antes de que se anunciara oficialmente, y que pasó la víspera mordiéndose la lengua para no avisarle a su esposo la decisión de la academia sueca. «Él estaba en Frankfurt, ya por irse al aeropuerto para regresar a Lanzarote, donde vivíamos. Yo, que sabía la noticia, le dije disimuladamente: ‘¿por qué no te quedas un día más?... no vaya a ser que te lo den, José’. Él me contestó: ‘mejor no, no vaya a ser que pierda el premio y el avión’».

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Pilar habla con igual admiración del Saramago escritor como del Saramago activista, defensor a rabiar de los derechos humanos, el hombre que denunciaba los crímenes de odio, pero a la vez criticaba la democracia por resultar ineficaz, y a los políticos de izquierda por su falta de contacto con la realidad (señalamientos ambos que mantienen plena vigencia).

En un momento de nuestro recorrido, me pide acercarme a una vitrina donde hay una agenda de 1986, abierta en una página del mes de junio: «fíjate que mi nombre aparece en el día 14; ese día nos conocimos». Me cuenta que cuando María Kodama, la viuda de Borges, visitó la fundación hace años y vio esa misma anotación le pidió un lugar donde sentarse. Había tenido una especie de vahído. ¿Estás bien?, le preguntó Pilar. Después de tomar aire, Kodama le respondió: «vos y José se conocieron el día que murió Borges».

«Este libro marcó a José como ninguno», me dice más tarde, señalándome otra vitrina. Me acerco presuroso y veo la primera versión portuguesa de El Evangelio según Jesucristo. Pilar cuenta que Saramago leyó muchísimo para escribir esa novela que, tal como ella dice, demuestra que las tradiciones del cristianismo «se basan en mentiras». Esa novela puso furiosa a mucha gente y con la furia llegó la censura del gobierno, la proscripción, la necesidad de irse de Lisboa a Lanzarote, la isla española rodeada de volcanes. Fue ahí, rodeado de piedras y de lava, que Saramago escribiría Ensayo sobre la ceguera, Caín y Las intermitencias de la muerte. Si con el Evangelio había querido hablar de la ‘estatua’ de las creencias, con esa trilogía lo que buscó era hablar de la piedra de la que está hecha esa estatua.

Me retiro de la casa dándole a Pilar un abrazo lleno de emoción y gratitud. Ella me acompaña hasta la calle y, como sabe que estoy apurado porque debo llegar a un almuerzo, hace esfuerzos denodados por conseguirme un taxi. La escena me parece de una ternura sin comparación. Finalmente logro embarcarme y a los pocos minutos encuentro en mi teléfono un mensaje suyo en el que me parece advertir una lección de sabiduría para todos los ámbitos importantes de la vida: «llegarás tarde, pero llegarás».

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