Viajé de Lima a Arequipa y de Arequipa a Mejía. Pedí permiso en el trabajo, alojamiento y favores a amigos para poder estar esta mañana, soleada y perfecta, aquí. No necesitaban de mí para dejarte ir, pero igual vine. Vine porque uno aprende, con los años, que si hay oportunidad de despedirse, hay que hacerlo.
Sentada en la sala, observo a mi alrededor y me doy cuenta de que está más vacía. El paso del tiempo ha ido rompiendo platos, apolillando muebles, descascarando pintura. Es una casa que ha ido adelgazando, perdiendo masa, como un ser vivo. Le faltan cosas pero no le falta nada. Miro la hoja de papel en blanco, a medias (lleva en la parte de atrás el puntaje de alguna de las miles de partidas de naipes que se jugaron en esa misma mesa) y escribo una carta dirigida a los nuevos dueños de esta casa, a la que hoy he venido a despedir. Intento mantenerme entera y no lo logro. No sé cómo pasar esta posta sin perder un brazo.
Es solo una casa, son solo paredes, muebles. Hay millones de ellas en el mundo, pero solo una a la que vuelven nuestros sueños. Cuando el inconsciente rebusca la palabra ‘casa’ en nuestro diccionario interno encuentra solo instantáneas de un lugar.
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¿Qué va a ser de mi sin esta casa? Sin este museo de nosotros, sin esta colección de recuerdos embalsamados, sin esta prueba fehaciente, palpable de que existimos, de que pasamos por este mundo y fuimos felices y tristes y malos y buenos. Nadie nos conoce como este lugar. Nadie entiende la historia de esta familia como este esqueleto de cemento y ladrillo que huele a sal, naftalina y pasado. Sin importar los años, los sellos en el pasaporte, las mudanzas, los contratos de alquiler. Sin importar qué tan lejos me sintiera de pertenecer a algo, la idea de esta casa, de este espacio en el mundo, fue siempre un faro mostrando el camino de vuelta.
Tal vez por eso cuesta tanto, porque tenemos casas donde vivimos, pero solo una casa a la que volvemos.
¿Qué va a ser de mí sin esta casa? A ratos tengo la sensación de que si desaparece ella, desaparezco yo, como si estuviésemos hechas del mismo material. De alguna manera lo estamos.
Si borraras esta casa de mi historia, no quedarían muchas historias por contar.
Así es con los lugares que amamos: albergan una colección infinita de primeras veces, de momentos que se convirtieron en anécdotas y de puntos de inflexión que movieron la trama. Tan importante como lo que pasa es dónde pasa.
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Y por supuesto, esta casa es lo último que me queda de ti. Estas paredes son las únicas que aún comparten conmigo el recuerdo de tu voz, tu risa, tus pasitos pequeños y ligeros. Tiene escrito, grabado en su piso rojizo y en sus losetas de cerámica los acordes de tu voz. Los lugares que me quedan no te conocen, y se siente como si volviéramos a despedirnos.
Algo de esto digo en la carta que ahora firmo y dejo sobre la mesa, decorada con conchitas que mi madre diseñó y que está frente al sillón de un cuerpo mal tapizado donde escribía mi padre. Por los ventanales de vidrio y entre las cortinas amarillas que resisten al tiempo se cuela el sol que afuera calienta la amplia terraza. Todo está silencioso y tibio, como un abrazo. Está el eco de las risas y las fiestas, los brindis al costado de la piscina, los besos en el marco de la puerta. Está suspendido en el aire el olor a carbón y a pavo navideño, a bloqueador, arena y buganvilias.
Es el sitio arqueológico de una familia y es solo una casa, pero espero que no seas nunca solo una casa.
Majo Osorio en Twitter @soltracodiciada
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