Los amigos de mi edad ya no conversan, intercambian memes en grupos de WhatsApp. Ya no se encuentran, hacen videollamadas. Es más probable que se den cita en una plataforma antes que en el bar de toda la vida (en el supuesto optimista de que ese bar aún exista después de la pandemia). Suena a crítica nostálgica, pero es solo la descripción de los tiempos que corren. Tampoco exageremos, sin duda hay veces en que, después de un sinfín de coordinaciones domésticas y una esmerada sincronización de agendas, los amigos consiguen verse de manera presencial.
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Lo curioso es que cuando eso finalmente ocurre, la euforia del reencuentro hace que la charla rápidamente devenga en un ruido tumultuoso donde anécdotas, brindis y carcajadas pasan por encima de dilemas, conflictos y tristezas de cada quien. Al rato, la urgencia por volver a la rutina familiar o alguna obligación laboral, o ambas, fuerzan la despedida, el intercambio de abrazos, las expresiones bienintencionadas del tipo “hasta pronto” o “no te pierdas”.
Cada vez son menos las ocasiones en que podemos conversar con amigos en un contexto reposado. Me refiero a conversaciones largas, serenas, profundas, reflexivas, como las de antes (aunque ahora mismo tampoco estoy muy seguro de haber tenido tantas en el pasado, tal vez solo he romantizado las que recuerdo). Hace un par de noches, sin ir muy lejos, tuve una videollamada con cuatro amigos muy queridos: uno estaba en Lima, padeciendo con su mala conexión; otro en Managua, en la pausa de una cita empresarial; otro en el auto, con sus hijos, rumbo al aeropuerto; yo en Madrid, sobreviviendo al calor de la madrugada. Era eso o nada. Igual la conversación fluyó con el cariño de siempre, pero fue una pálida versión de esas hermosas reuniones hasta el amanecer que en una época se hicieron tan frecuentes que llegamos a pensar, o yo llegué a pensar, que nunca nos faltarían.
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Desde hace unas semanas escucho en YouTube el ciclo de conversaciones de Caja Negra, conducidas por el periodista argentino Julio Leiva. Digo conversaciones y no entrevistas, porque, aunque el propósito es periodístico, el resultado es de una espontaneidad y franqueza tales que pareciera que los protagonistas compartieron barrio en la infancia. Son charlas en torno a la vocación, la identidad, los sentimientos. Tienen cientos de miles de visualizaciones, y alguien podría decir claro, los entrevistados son famosos, pero creo que lo que seduce al espectador no es la fama, sino la sinceridad.
También me he pegado con las charlas de La Cruda, un podcast de Spotify donde los invitados dan su testimonio descarnado sobre temas como la adicción a la cocaína, el sida, el cáncer, la pornografía, los traumas. Lo interesante, sin embargo, no son las confesiones que podrían satisfacer al oyente morboso, sino el hecho de oír a gente de carne y hueso hablar durante largos minutos, sin censura, sin miedo, con las heridas expuestas, como suelen (o solían) hacer los amigos.
En esa línea, celebro ver a tantas personas acudir masivamente a la Feria del Libro de Lima, a escuchar a sus autores favoritos conversar. Hacen colas, aguardan de pie, soportan el frío, no para obtener un documento de identidad con el cual poder viajar, sino para oír diálogos entre gente que escribe (diálogos que muchas veces ayudan a afirmar la identidad, mejor que ciertos documentos, y a proyectar viajes más edificantes).
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Pero no nos contentemos con las conversaciones de los otros. ¿Hace cuánto nosotros mismos no nos sentamos a conversar con un amigo, largo, tendido, sin mirar el reloj, sin leer los correos, sin preocuparte de familiares, parejas, hijos ni mascotas (aunque hablando de ellos, inevitablemente)? Digo nosotros pensando arbitrariamente en gente mayor de treinta años, ignoro los códigos de conversación de los más jóvenes; me pregunto si serán muy distintos.
Con lo sencillo que parece conversar, hoy no es nada fácil. En nuestro medio, sobre todo. La violencia tribal –impuesta por la polarización política, exacerbada por las redes sociales– ha dejado en peligro de extinción la vieja capacidad humana de escuchar al otro.
Quizás exagero y solo sea cuestión de buscar un pretexto. Aquí hay uno: desde el 2011 la ONU proclamó el 30 de julio Día Internacional de la Amistad. Dicho así, suena a truco publicitario y borrachera segura, pero una conversación entrañable, en vivo, en directo, podría conferirle a la efeméride de hoy un poquito de belleza. //
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