En el engreído imaginario del varón hay por lo menos un par de regalos que remiten al abatimiento.
Estos obsequios transparentan el desinterés de quien pretendía consumar un agasajo. En cambio, fallidamente acaban convocando un efecto contrario, siendo recibidos con una sonrisa de compromiso más falsa que tesis de maestría de Pedro Castillo.
Son regalos mitológicos: calcetines y pijamas. Y sobre el límite, una toalla.
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Algo análogo, pero potenciado planetaria y comercialmente a la enésima potencia, es lo que sucede con el Día de la Madre. Ya la propia efeméride, tal como buena parte de los más significativos eventos humanos, debe su éxito a un malentendido.
Cuando en 1905 la norteamericana Anna Jarvis quiso honrar a su difunta progenitora y a través de ella reconocer al servicio incomparable que dan las madres a la humanidad limpiándole los mocos y educándola sentimentalmente, no tenía idea que estaba creando – según sus propias palabras- un monstruo. Un monstruo de piel rosa tomando café en una taza de loza con corazoncitos, pero monstruo, al fin y al cabo.
No pasó mucho para que el principal argumento para celebrar a la madre, su incansable laboriosidad, se convirtiera en la palanca perfecta para vender algo. Para esa guerrera del hogar, que mejor que tarjetas y flores una vez al año, así los 364 restantes se dedicaba con ahínco y la mente despejada a sus labores irrenunciables.
Jarvis hizo todo lo posible por recuperar la propiedad intelectual de su bien intencionada idea. No le alcanzó con piquetes contras florerías, ni confesar públicamente su arrepentimiento. La oportunidad era demasiada buena para el insaciable ímpetu humano por comerciar. No tuvo hijos, por lo que tampoco gozó de la versión virtuosa de su creación, inmortalizada en el nunca bien ponderado arte de refrigeradora.
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Desde entonces una armada de aspiradoras, planchas, tostadoras y siete mil electrodomésticos más, ha alimentado la producción en serie de ambivalentes objetos de amor que invaden la órbita materna en mayo. Más que obsequios, son herramientas de trabajo.
Hasta cuando le fue permitido, la llamada línea blanca fue instrumental para consolidar la imagen de la madre como la esclava amorosa de la casa. Esa figura ya caducó.
La reivindicación de los derechos de la mujer tuvo como efecto colateral la neutralidad de género de los electrodomésticos (alguna vez un modelo de lavadora se llamó Woman Dreams), y la tecnología busca ahora liberar, y no encadenar, a los usuarios. Antes que las leyes serán los robots quienes librarán a las madres, y a todos, de los quehaceres caseros.
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Esta lucha además ha tenido curiosos aliados como Julio Guzmán, quien se definía orgullosamente como un mantenido. Con lo que daba a entender que cuando no hacía política se encontraba en casa doblando ropa interior, sino en la proximidad de un incendio.
El pundonor materno tiene sendas representantes en estos tiempos de viruses revueltos con corrupción, incapacidad moral y guerra entre Rusia y Croacia, según el Magister en Palacio. De haber sido hombres, las mujeres que enfrentaron la pandemia serían hoy presidenciables.
Todas merecen más de un día. Y no necesariamente una plancha vaporizadora con bluetooth para conectarse con la vida privada de una olla arrocera. Mi madre, que recuerda mejor lo que hizo hace sesenta años que lo le dijo hace sesenta segundos, solo reclama algo que no requiere ni electricidad ni instrucciones: compañía.
No es un mal regalo este domingo.