En enero de 2020, mi hermana, su esposo y sus dos hijos adolescentes se mudaron a casa de mi madre para acompañarla. Fue un acto generoso que, sin embargo, nos hizo levantar una ceja a mi hermano y a mí. Recordamos de inmediato escenas del pasado donde las peleas entre ambas eran una constante. Desde luego son más, muchos más, los momentos de armonía y cariño, pero hubo un tiempo –uno largo– en que una escaramuza entre las dos era suficiente para que se desatara una crispación general que duraba días. Teníamos, pues, razones para dudar del beneficio de la nueva convivencia. Tarde o temprano, apostábamos, volverán las recriminaciones, los gritos, las quejas por teléfono.
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No obstante esos malos presagios, durante los primeros meses, para sorpresa de todos (empezando por ellas mismas), no se registró un solo incidente. Por WhatsApp, mi hermano y yo –él desde Bogotá, yo desde Madrid– comentábamos intrigados lo increíble de la situación: en el chat familiar cada vez solo circulaban fotos de las dos sonriendo, compartiendo un desayuno en la cocina, una parrillada en la terraza, una copa de vino en la sala, un paseo de domingo. De pronto parecían las amigas más entrañables, almas gemelas, uña y mugre, Thelma & Louise. Solo les faltaba hacer coreografías en TikTok. Qué tranquilidad producía verlas así: nuestra madre y nuestra hermana mayor, pensábamos, al fin, después de tantos años, han depuesto su viejo orgullo territorial, dado su brazo a torcer y sentado cabeza en nombre del bienestar común.
El abrupto inicio de la pandemia y la orden de cuarentena nos devolvieron el escepticismo. Especulábamos con que, al estar ahora privadas de su libertad (mi madre sin el club ni los panderos, mi hermana sin sus almuerzos y karaokes), al tener que verse las caras a toda hora, las disputas estarían a la orden del día.
Otra vez nos equivocamos. Durante todo el 2020 hicieron gala de una paciencia y solidaridad sin antecedentes y, salvo algún pequeño disturbio rápidamente controlado, capearon juntas –con la ayuda de mi cuñado y sobrinos– la angustia, la incertidumbre y el miedo producidos por el encierro.
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Pero, claro, no hay relación humana capaz de soportar esta coyuntura sin desgastarse al menos un poco. Casi a fines de año –siempre los finales de año producen ansiedad– empezaron a llegarnos, siempre por WhatsApp, las primeras señales del conflicto. Casi siempre originados por tonteras que las llevaban a explotar y lanzarse palabras de más. En vez de fotografías felices ahora recibíamos informes sobre las hostilidades que se prodigaban y sus repercusiones en el entorno. También para mi cuñado y mis sobrinos, que al principio habían secundado con entusiasmo la idea de la mudanza, la situación se había vuelto insostenible.
No tardaron en arribar juntas a la misma conclusión: en nombre de la paz, debían volver a separarse. Así lo hicieron y, claro, al instante ya se extrañaban con una melancolía que, de tan contradictoria, resultaba siendo humorística. Quizá las entristecía entender que, a pesar de amarse –o justamente porque se aman–, necesitan guardar distancia. Ahora, cada una en un distrito diferente, se llevan de maravilla.
La dinámica de ambas siempre me ha parecido digna de un profundo análisis psicoanalítico. Mi madre conoció la maternidad con mi hermana en un momento complicado de su vida y ahora, en su papel de madre, mi hermana repite por momentos las actitudes y frases de las que, como hija, siempre renegó.
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Mañana, en el segundo Día de la Madre en pandemia, solo podrán saludarse por Zoom. Las abrazo desde aquí y cruzo los dedos para que algún día nos cumplan a mi hermano y a mí el sueño de irse de viaje solas, sin hijos, ni maridos, ni roles, ni deudas, y que allá, donde sea, lejos de todos, se digan la una a la otra todas las cosas bonitas que a lo largo de estos años han olvidado decirse. //
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