Renato Cisneros

Mañana es día del padre y estoy lejos de mis hijas. He venido a Río de Janeiro para intervenir en un festival literario y desde mi llegada no he hecho más que dormir. Ayer salí a dar una vuelta por las playas de Copacabana. Quería mirar el mar desde el malecón y me quedé dormido en una banca.

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Desde que nació Emilia, hace quince días, mi esposa y yo casi no hemos pegado un ojo. Sé que es lo típico, pero no por ser típico es menos agotador. La única que duerme bien en casa es Julieta, mi hija mayor; sin embargo, es la que debe tener más preguntas en la cabeza.

Uno de mis pasatiempos favoritos de padre es mirar a mi hija sin que advierta mi presencia. Lo hago por las mañanas, cuando la dejo en el colegio. Ella cree que ya me he marchado, pero me escondo detrás del portón y observo sus movimientos en el patio: corre, se cuelga de un columpio, jala de la mano a una amiga. Trato de ver si con los otros niños y con los profesores se comporta como en casa, donde siempre se las ingenia para imponer su voluntad. Sin la vigilancia de los padres, uno cambia y a veces se convierte en otra persona. Me pregunto si es el caso de Julieta. ¿En la escuela es más tímida, más obediente?

Otros días me quedo mirándola cuando se pone a jugar a pocos metros del escritorio donde avanzo mi próxima novela. Finjo que sigo trabajando, pero me concentro en ella y en las palabras que brotan de su imaginación para que esas muñecas, esos autos de plástico o esa comida de juguete parezcan de verdad. Cuando eso sucede tengo la firme impresión de que mi hija y yo estamos inmersos en actividades idénticas: ambos les damos vida a criaturas ficticias para contarnos una historia a nosotros mismos.

Y también algunas noches, me acerco hasta su cama y la contemplo dormir. Entonces me lleno de especulaciones acerca de sus sueños, de su futuro, y le digo al oído frases que le oí más temprano a un pediatra en Instagram y que juré no repetir porque me parecían boberías de autoayuda. Pues allí estoy, diciéndolas una por una: «te amo», «estoy orgulloso de ti», «eres la niña más hermosa e inteligente que hay». Hace poco, mientras la miraba dormir, ella se destapó y me sorprendió notar lo largo de sus piernas. Me pregunté en qué momento exacto del día crecen los hijos. Porque es obvio que crecen solo que no los vemos crecer, al igual que nosotros envejecemos sin que nadie detecte los avances diarios de nuestro paulatino deterioro. Francois Jullien le llama a eso transformaciones silenciosas.

Hace quince días Julieta pasó de ser hija única a hermana mayor. A los seis años, ha vivido –o está viviendo– su primer gran cambio. Tan drástico como cambiar de país, o de idioma. Con la llegada de Emilia hemos dejado de ser tres. El mundo triangular de Julieta ha variado sus formas. Ahora hay una cama más en la casa, y otro ropero en el cuarto, y otra bañera en el baño. Es la misma vivienda, pero a la vez es distinta. Y quizá nosotros somos distintos también. Julieta se da cuenta de que ha perdido la exclusividad de nuestra atención, y eso la abruma, y entonces protesta, y uno no siempre está a la altura del momento para manejarlo con frialdad. ¡Con qué facilidad fallamos los padres! Una de las cosas que más valoro de la paternidad es que te confronta (y luego te reconcilia) con tu ignorancia, con tus limitaciones, con tu fragilidad.

Poco a poco Julieta descubrirá que la vida es mejor con una hermana en el mundo, o quizá ya lo ha descubierto y yo solo estoy dramatizando estas vivencias. Ayer mi esposa me mandó una foto de Julieta dándole el biberón a su hermana. Es preciosa. Algún día las dos verán esa imagen y se reirán, y entonces recordarán su infancia, y quizá hasta se animen a leer juntas esa columna que su papá escribió en Río de Janeiro, una donde hablaba de crecer, y decía que estaba triste porque el Día del padre lo había sorprendido al otro lado del océano.

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