Algo me dijo que te ibas a morir. Ese año, unos días antes del Día del Padre, me desperté una noche con el pecho apretado y la cabeza caliente. No recordaba lo que había soñado, pero sí tenía la clara, casi cristalina sensación de que algo estaba mal contigo. Algo se roía, desgastaba adentro tuyo, como un trabajo de demolición contenido y silencioso pero imparable.
No dije nada. Hice lo que en nuestra sociedad sabemos hacer mejor ante la idea de la muerte: espantarla como si fuese un insecto. Si no piensas en ella, no viene.
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Ese último Día del Padre juntos, no estuvimos juntos. Yo estaba en Lima; tú, en Arequipa. Te llamé y hablamos cortito porque odiabas hablar por teléfono. No recuerdo si logré hacerte llegar un regalo, sí recuerdo que esta misma revista me pidió escribir sobre ti. Yo hablaba mucho de hombres, pero poco de ti. No éramos buenos con las expresiones de cariño obvias. Lo nuestro, como buenos escritores, vivía más en el subtexto. Tres meses después ya no estarías y ese artículo sobre el Día del Padre quedaría como la única e incompleta carta de amor que llegué a mandarte.
Nos adorábamos, pero rara vez hablábamos de lo que nos pasaba e indagábamos muy poco el uno sobre el otro. Nos queríamos como se quiere a algunos amigos de infancia: con incuestionable lealtad y poco involucramiento. Cuando se trata de ti, me cuesta llenar el álbum de fotos. ¿Qué tan distintos son mis días de lo que eran cuando estabas aquí, si nos costaba tanto colarnos en el calendario del otro?
Un universo de diferencia.
Desde que te fuiste, siento una fascinación por el duelo. Es tan incuantificable, tan común y singular en su vorágine. Se mueren personas todos los días, y aun así, se mueren solo las personas que amamos. En una entrevista, Stephen Colbert le pregunta a Keanu Reeves qué piensa de la muerte y él responde: I know that the ones that love us will miss us.
“Sé que quienes nos aman, nos extrañarán”.
Ese es el duelo, es estar siempre descubriendo nuevas maneras en las que alguien te hace falta. Pienso en lo que podríamos estar haciendo juntos, pero también en el espacio que llenaba tu paternidad. Cuántas represas contenían tus manos. Pienso en cómo todo lo acolchabas, en la propiedad acuática de tu cariño, siempre haciendo ligero lo pesado, siempre fluyendo libre y transparente. Una piscina temperada de poca profundidad donde se podía nadar sin apuro.
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Extraño que no seas un recuerdo al que tengo que acudir angustiada, como quien se ahoga y busca el inhalador. Ese miedo a que te estés deslizando entre los dedos de la memoria. Jodido intercambio el que ofrece el duelo: el tiempo le hace bien a la pena, pero mal a la memoria, y la memoria es lo único que le queda a quien pierde a alguien. Ya han pasado suficientes eventos, personas, heridas, temblores en los que no has estado y oficialmente mi vida ya no te contiene, como si en el telar que soy yo, ya no estuviera tu color.
Pero lo está.
En mis formas, maneras, y torpezas. En ese gusto por lo impredecible, por la tontería que hace reír. En esa defensa de la infancia prolongada y la soberanía del mundo interno. En mis ganas de hacerles bien a los demás.
No tengo grandes consejos para el duelo. Es solo el tiempo quien ayuda a manejar la pena inmanejable y empieza a ordenar las cosas. Y cuando lo hace, todo está en distintos cajones, algunos atiborrados y otros dolorosamente vacíos y aprendes a estar bien con eso.
Casi siempre.
Excepto algunos días. //
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