Cuando eres pequeño solo lo puedes mirar hacia arriba, un tótem de autoridad y protección. Eventualmente se desempeña como grúa humana elevándote al insondable cosmos adulto, jungla de aromas fuertes y asombro anticipatorio. Abajo, a ras del suelo, mandan la tierra y el juguete. Las primeras instrucciones de vida entre ambos mundos llegan desde esa figura que la perspectiva hace inmensa.
La antorcha de Luis Repetto (1953 – 2020 ), por Jaime Bedoya
La adolescencia empieza a nivelar las miradas. El guía confiable de aventuras revela flaquezas insospechadas, debilidades impropias del líder doméstico. No hay nada nuevo, los huesos y la piel paternas son los mismos. Pasa que las hormonas exacerban fastidios y percepciones sin poder adivinar que estamos diseñados para repetir más adelante aquello que ahora nos incordia. Lo que antes era referente se recibe como prohibición y tiranía, el freno que impide comerse la vida a bocados.
Cuando te vuelves padre la función se empieza a ejercer bajando la mirada. Deslumbrado por la maravilla que sostienes, no eres inmediatamente consciente que ahora tu eres el tótem. Lo que queda claro es que no sabes nada.
Sentimentalmente no se te necesita durante los primeros meses de paternidad. Tu función se concentra en la mecánica afectiva. Cargar, mover, ocuparse del manejo de objetos es para lo que sirves. El bebé te ignora. Su mundo es materno, es un seno, es un olor que tú no tienes. Esa prescindencia emocional la ocupan preocupaciones frescas y agrestes. Llegan los números en rojo, los presupuestos que no calzan, las enfermedades que nunca imaginaste tener tan cerca. Y reaparece tu padre, ese faro olvidado cuya luz nunca dejó de estar encendida.
La espalda doblada del abuelo simboliza la carga que estás empezando a sentir. Las diferencias que antes parecían abismales hoy cuesta recordar de qué se trataban. Y se recuerdan, no se entiende qué las hacía importantes. Reaparecen en uno actitudes que se detestaban en el padre, quien ahora irónicamente empieza a advertirlas con una admonición gentil. Sin darte cuenta te han enseñado el ida y vuelta de un camino que hay que hacer solo.
Racismo, policías y doble moral, por Jaime Bedoya
La madre es insustituible. Sin necesidad de pensarlo mucho ocupa el lugar del padre ausente, del violento o del desinteresado, ese fantasma del control remoto. A ellos hay que agradecerles luego tanta gente dañada. Y a ellas, mucho más gente reparada.
Una madre basta por sí sola para criar a un hijo. El viejo papel del proveedor irreemplazable se está quedando sin espacio. La mujer trabaja, obvia la presión social y congela sus huevos para decidir cómo y cuándo dedicarse a la maternidad. Más que nunca la producción de espermatozoides no confiere el título de padre. Más que nunca los padres deberíamos preguntarnos para qué servimos.
Servimos para que los hijos vean cómo tratamos a los demás. Servimos para ser columna y viga, pero con sangre en las venas. Servimos para que la primera mirada de hombre que tenga una niña sea una de amor.
Servimos para construir la estructura afectiva que luego hará reconocer los días de sol y miel a nuestros hijos. Es la misma que los hará resistir también la mierda y el dolor de los otros días, que por ahora parecen más.
Por ahora. //