En un país civilizado, que por ahora no es el nuestro, el congreso debería ser parte de la solución. Debería, pero no puede. No tiene con qué. Su posibilidad se agota en ser parte del problema, defecto que ha convertido en su dañina especialidad.
Engolosinado en su inutilidad el congreso se esmera en generar conflictos como si no bastaran los que ya existen. Uno de los recientes, jamás el último, fue una referencia despectiva de parte un congresista hacia el símbolo de la wifala. Una ofensa innecesaria, de aquellas que regalan una oportunidad al adversario.
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Cualquier cosa que venga de un congresista tiene el mismo efecto de lo que la sartén le diga a la olla. Lejos de perjudicar a quien pretenda insultar, una mención congresal solo le da al ofendido la opción de demostrar la falta de sindéresis de quien se sacó la Tinka con la democracia. El gobierno es un desastre, pero la oposición parece lo mismo.
Es un hecho histórico el que el tawantinsuyo no tenía bandera. La del Cusco la inventó un orgulloso cusqueñista nacido en Canchis y criado en Cochabamba, Bolivia, inspirándose en la wifala altiplánica y en el carácter santo del arco iris. Un modesto pero sustantivo auspicio de Cervesur, bendita sea cerveza Cusqueña, cerró la iniciativa. Don Raúl Montesinos Espejo, envuelto en el estandarte de su creación me contó la historia en las alturas de su casa que coronaba el cerro Osqollo, una capilla Sixtina de cusqueñismo puro y duro. Ya enfermo y agotado por los años no entendía porque luego los gais se la habían copiado.
La wifala, que no es la bandera de los Incas, es un símbolo al que se le ha insuflado densa carga política. Sus defensores han salido a dar la cara por ella agradeciendo tácitamente al congresista opositor que debe haberse creído ingenioso.
Pero hay otra ofensa que ha pasado desapercibida en este evento. Es aquella dirigida en contra del mantel de chifa. Refiriéndose a este peyorativamente como un estándar de lo abyecto, se ha insultado por extensión a esa deliciosa institución cien por ciento peruana, inclusiva e inimputable, que forma parte clave de nuestra identidad: se ha insultado al chifa. Entre eso y meterse con la madre hay una delgada línea color tamarindo.
La colonia china llegó al Perú en condiciones terribles. Tras dramática navegación descrita como infernal, llegaban a este país al otro lado de su mundo para descubrir que habían sido engañados. Llegaban no para trabajar sino para ser esclavos
Las brutales condiciones firmadas bajo contrato no los hizo perder ni la laboriosidad ni la serenidad de su propia cultura. Su resiliencia se atrincheró en el refugio orgánico y metafísico de todo aquél que se ve forzado a recuperar el arraigo en otras tierras: su comida.
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Por más que acabaran la jornada absolutamente agotados no dejaban nunca de cocinar, una manera de restaurarse de las tribulaciones. Pero su cocina dejo de ser estrictamente china al momento de recrearla en el Perú. Entraron en esos fogones ingredientes, productos y sazón propias de una cultura forjada en la carencia: los restos, lo descartado, lo que nadie quiere, lo de ayer, todo sirve para crear gloria. Convirtiendo una palabra mandarín en peruanismo nació el chifa[1], verbo y no sustantivo como diría Arjona.
El chifa es una versión comestible de las mejores virtudes que aún tenemos. La capacidad de adaptar influencias externas con la necesaria pasión, amor y sabrosura como para hacerlas nuestras.
Es cierto que el mantel de chifa es un elemento guerrero, valiente y sin tiempos para engreimientos. Su misión es contener las delicias residuales que salteados, salsas y platillos compartibles vayan dejando sobre la mesa como vestigio de la pasajera aunque memorable felicidad gastronómica. Su noble tarea es exponerse a los impulsos de la celebración y el gozo, que al igual que en los actos amatorios, supondrá una comprensible posibilidad de mancha y evidencia.
Antes que un insulto el mantel de chifa es un mapa de nuestra posibilidad de ser felices. La evidencia de que en el placer hay desorden compartido, un desbarajuste sabroso que nos libera del cúmulo de reglas que nos gobiernan. Para esta celebración no resta sino suma ser diferentes, complementarios, y solidarios. Sentados a la mesa de un chifa aflora lo mejor de nosotros. Al menos hasta que llega la cuenta.
Ya quisiera un olvidable congresista poder convocar una pizca de los sentimientos que genera el escuchar las dos sílabas de la palabra chifa. Tal es el grado de urgencia y afecto que encierra el vocablo que como verbo – chifar – puede referirse tanto a dar muerte como al ejercicio del acto sexual, la pequeña muerte. Eros y tánatos en una misma fuente de chaufa.
A propósito de un inminente día de San Valentín que nos encontrará odiándonos cordialmente, chifar en un chifa debería ser el acto supremo de amor a la peruana.//
[1] El chifa San Joy Lao, en Capón, sería uno de los primeros en institucionalizar esta fusión con platos como el Chaufa Cha Cha Cha (con charqui de alpaca) y el TipaCuy. Luego Astrid & Gastón tuvo como bocadillo notable el Cuy pekinés, y en Maido nació el Tacu Chaufa, que la rompió en Mistura.
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