Ayer mi hermano Luis Fernán hubiese cumplido sesentaicinco años. Era el menor —y el único varón— de los tres hijos que tuvo mi padre en su primer matrimonio. Sus padres se separaron un día antes de que él cumpliera trece. Yo lo conocí varias décadas después, cuando él ya se había graduado de Psicología y yo era apenas un niño. Recién durante mi adolescencia empezamos a conocernos de verdad. A los dos nos gustaba leer, escribíamos poesía, escuchábamos a Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Una vez organizó una «Noche de poetas», que no fue otra cosa que una borrachera ilustrada junto a unos amigos suyos a los que llegaría a conocer bien, como Rafael Amorós o el ‘Gordo’ Raúl Fernández. Mi padre celebraba mi amistad con Luis Fernán, creo que estaba orgulloso de nuestras coincidencias. Yo notaba que mi padre charlaba con mi hermano como charlan los amigos cuando tratan cuestiones políticas o asuntos sentimentales. Tenían, además, un parecido notable. Reían, fumaban, carraspeaban igual.
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Cuando mi padre murió de cáncer, pese a algunas desavenencias burocráticas que indispusieron a nuestras madres y hermanas, la orfandad hizo que Luis Fernán y yo nos uniéramos mucho más. En algún cumpleaños, me regaló una antología poética de Benedetti con una dedicatoria inolvidable: «Para mi hermano Renato, esperando que este libro sea el inicio de una larga y hermosa conversación».
Durante los años siguientes, nuestra relación consistió en mantener viva esa ‘conversación’. Lo visité innumerables veces en su apartamento de la calle Berlín; algunas noches salíamos a comprar cervezas y cigarros mentolados, comer anticuchos en la avenida del Ejército, o nos aventurábamos a los bares de Barranco. Hablábamos de sus chambas, sus viajes por el Perú, mis estudios, las mujeres que nos gustaban (en más de una ocasión, nos llegó a gustar la misma chica). Hablábamos de libros, películas y, desde luego, del pasado y, más en concreto, de nuestro padre. Cuando llegábamos a ese punto se producía una amical, aunque dispareja, disputa de recuerdos, y a veces llegaba a vibrar entre nosotros una cierta tensión, una torpe rivalidad masculina que rápidamente quedaba conjurada con nuevos brindis, poemas, tangos, risas, lágrimas y el genuino convencimiento compartido de que, más que hermanos, éramos o podíamos llegar a ser grandes amigos.
Luis Fernán tenía 37 años cuando le diagnosticaron cáncer, la misma enfermedad que había provocado la muerte de papá. Al enterarme, fui corriendo a visitarlo y dimos rienda suelta a un llanto sordo, callado, cargado de confesiones que no necesitaban ser pronunciadas para resultar evidentes. Mi hermano superó ese duro revés y se recuperó por completo. Yo continué visitándolo, ahora en su apartamento de Jesús María, y mantuvimos la tónica de nuestros primeros encuentros: mucha charla, muchas copas, mucha nostalgia. Ahora teníamos más amigos en común, y ya éramos lo suficientemente adultos para abordar los capítulos familiares más incómodos sin que eso supusiera un problema. Fue por esa época que le conté que estaba escribiendo una novela sobre nuestro padre; él, a su vez, me dijo que venía trabajando en un proyecto similar, un documental que llevaría por título «Herencia». La última vez que recuerdo haberlo visto nos despedimos con un abrazo largo, muy sentido. «Chaufa, hermanito», me dijo, en la terraza de su casa.
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Después de que mi novela apareciera, nuestra relación se interrumpió abruptamente. Supe que algunas páginas de ese libro le dolieron, y resolvió permanecer en rígido silencio. Pude haberle enviado un correo, decirle que ningún párrafo fue escrito con rencor ni mala entraña, pero no lo hice. También me quedé callado. Gran error. Todos estos años, cada vez que he viajado a Lima lo he hecho con el secreto deseo de encontrármelo espontáneamente y buscar el modo de recuperar, si no todo, al menos parte del indiscutible cariño que nos tuvimos.
Cuando en noviembre pasado me enteré de su muerte —por un cáncer que esta vez no le dio la más mínima chance de batallar—, la noticia me cayó como un garrotazo. No solo lamenté hondamente su desaparición, sino la imposibilidad definitiva de retomar «la larga y hermosa conversación» a la que él me había invitado tantos años atrás. Ayer, 15 de setiembre, Luis Fernán, mi hermano mayor, habría cumplido sesentaicinco. Estas son las únicas palabras que he sido capaz de reunir en su memoria. //
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