Convenimos colocar mi nombre y su dirección, y fuimos al correo por primera vez. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Convenimos colocar mi nombre y su dirección, y fuimos al correo por primera vez. (Ilustración: Kelly Villarreal)
Renato Cisneros

Arturo Burga era un alfeñique. Igual que yo. Nos conocimos de niños, jugando en la calle Laredo de Monterrico. A los 13 años compartíamos la afición por las historietas. Las comprábamos en el único quiosco del barrio y las intercambiábamos luego de leerlas. Nos hermanaba algo más: a los dos nos maleteaban los grandulones de secundaria. Siendo bajos, flacos y tímidos, nuestra posibilidad de ajustar cuentas con nuestros abusivos verdugos era equivalente a cero.

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La inesperada solución llegó justamente a través de las historietas. En varias de esas revistas aparecía una publicidad en forma de tira cómica titulada “La ofensa que hizo de José un hombre de verdad”, que en cinco viñetas contaba la historia de un sujeto esmirriado que, tras ser ridiculizado por un grandulón en la playa frente a su novia, se convertía en fornido gracias al “método de tensión dinámica de Charles Atlas”.

Atlas había nacido en Italia bajo otro nombre, Angelo Siciliano, y se mudó a Estados Unidos con 10 años. Era un niño pequeño, de aspecto poco saludable. Su adolescencia fue una tortura: sus padres lo regañaban porque no se alimentaba bien y en la escuela recibía golpizas diarias por no hablar inglés y pesar poco más de 40 kilos. Una noche de Halloween, al volver a casa, un chico mayor lo dejó inconsciente al pegarle en la cara con un calcetín lleno de cenizas. Poco después vivió en carne propia aquella escena de la playa: él fue ese delgaducho al que un fortachón lanzó arena en los ojos.

Angelo se metió a un gimnasio pero las pesas no funcionaron. Un día, visitando el zoológico, se quedó fascinado con la forma en que los leones se estiraban, extendiendo sus extremidades al máximo. Esa misma tarde comenzó a imaginar una nueva forma de trabajo muscular. Notó los resultados casi de inmediato. Gracias a los ejercicios isométricos, sus bíceps llegaron a medir 43 centímetros; su pecho, 120. Sus amigos decían que se parecía a Atlas, el titán griego. Él decidió que ese sería su apellido en adelante y adoptó legalmente un nombre más norteamericano: Charles.

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A partir de entonces vivió de su cuerpo: trabajó como hombre forzudo rompiendo guías telefónicas en un teatro; se convirtió en cotizado modelo de escultores (son suyas las formas de la escultura Dawn of Glory, ubicada en el Highland Park de Brooklyn); y la revista Physical Culture lo eligió “el hombre más apuesto del mundo” en 1921 y 1922. Para ese momento, su curso ya se vendía en Estados Unidos, pero solo alcanzaría fama internacional una vez que el publicista Charles Roman ideara las persuasivas tiras Convenimos colocar mi nombre y su dirección, y fuimos al correo por primera vez. A cómicas publicitarias para vender, más que el método, la idea o la esperanza de convertirse en alguien como Charles Atlas y adquirir “una personalidad magnética”. El boxeador Rocky Marciano y hasta el ex presidente norteamericano Franklin Roosevelt figuran entre algunos de los más célebres beneficiados con las enseñanzas del “Hércules moderno”.

Cuando en 1989 Arturo y yo leímos el aviso, enseguida rellenamos el cupón para obtener gratuitamente ese curso que prometía hacer crecer nuestros músculos “en solo siete días”, sin pesas ni artificios. Convenimos colocar mi nombre y su dirección, y fuimos al correo por primera vez en nuestra vida para mandar el sobre hasta Nueva York. Pasaron largos meses sin que obtuviéramos respuesta. Durante el verano siguiente, pese a que Arturo aseguraba no haber recibido noticia alguna de nuestro envío, vi, todo el barrio vio, cómo fue adquiriendo una tonificada corpulencia. Según él, se debía a la ingesta diaria de avena con quinua. Nunca más lo oí quejarse del bullying escolar.

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Hace unas semanas, de paso por Madrid, me escribió. Hacía años que no lo veía, ni siquiera por redes sociales: sus cuentas están dedicadas a exhibir los departamentos que diseña y vende. Fue inevitable que su silueta fuese lo primero en llamar mi atención: no le quedaba un solo rastro del fisicoculturista de antaño. Después de beberse algunas copas –y devorar las tapas con acuciante voracidad–, me confesó con tardía vergüenza que aquel 89 sí recibió por correo el bendito manual de tensión dinámica, pero decidió no compartirlo, “por idiota”.

No sé cuándo vuelva a ver a Arturo, pero algo me dice que ya no seguirá los pasos del Charles Atlas, quien hasta el último de sus días mantuvo la impecable rutina de trotar por la playa, vaciar tres vasos de leche, y leer la Biblia antes de dormir. //

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