Delincuentes en el poder, conservadores desatados, pederastas impunes, asesores presidenciales capaces de montar una farsa, medios de comunicación que distorsionan violentamente la realidad, represión policial en las calles, ejércitos paralelos, asesinato de ciudadanos, golpe de Estado, disolución del Congreso, anarquía. Con todos esos elementos, la recién estrenada segunda temporada de la serie argentina “El reino” (Netflix) construye un universo que sería distópico si no fuera por las enormes semejanzas que guarda con la actualidad latinoamericana. En más de un capítulo, por ejemplo, el espectador peruano encontrará escenas que bien podrían verse en uno de los programas dominicales de esta semana. O de la próxima. La serie se plantea como una suma de situaciones ficticias, sin embargo, funciona como espejo realista. Su postulado de fondo es el mismo que parece sobrevolar nuestra coyuntura: se acabó la democracia.
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En el Perú, no sabemos si hay democracia. Sabemos que la hubo. Pertenezco a la generación que nació en la segunda mitad de los setenta, durante la dictadura de Morales Bermúdez. Éramos muy chicos para absorber las tensiones de aquel momento, pero nuestros padres –a quienes imitábamos mientras crecíamos– llevaban más de una década viviendo bajo el clima de rigidez, hermetismo, incertidumbre y frustración que emanaba de aquella transición militar. Digamos que nosotros no fuimos conscientes de la dictadura en esos primeros años, pero algo de ella respiramos. Nos tocó crecer con un presidente surgido del voto popular, Belaúnde, y nos acostumbramos a los métodos, libertades y promesas de la democracia. A pesar de lo que nuestros padres contaban acerca de los golpes de Velasco y de Morales, a lo largo de dos décadas asumimos que el pasado había sido superado y que la democracia era inviolable.
Hasta que Fujimori le torció el pescuezo. Solo entonces comprendimos la fragilidad del sistema y lo importante que resultaba recuperarlo. Costó, pero se hizo. Arrebatarle el poder a Fujimori fue un mérito colectivo, pero ponerlo en las manos de Toledo fue un acto desesperado. Desde aquellos días nuestra democracia ha ido padeciendo los manoseos y abusos de los distintos ocupantes de Palacio y las distintas representaciones parlamentarias. Unos más, otros menos, todos la han trastocado al punto de dejarla en el estado maltrecho en que hoy se encuentra. De tan desfigurada está irreconocible.
Los peruanos más jóvenes –que no han conocido de cerca las revoluciones militares ni la usurpación del poder por parte de la mano civil– no parecen darse cuenta de la gravedad de la coyuntura. Eso no es lo peor. Lo peor es que muchos de los mayores que en teoría gozan de la perspectiva que confiere el paso del tiempo, y podrían fungir de pedagogos ante las nuevas generaciones, no captan que la democracia está en riesgo, es más, con su desinterés egoísta y su radicalismo ideológico contribuyen a reducirla a escombros más rápidamente.
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Hace unos días, escuché al politólogo Alberto Vergara afirmar en una entrevista que «estamos en el camino de perder la democracia de verdad». Como plan de contención, planteó una alianza entre las fuerzas democráticas existentes (aunque no sean ni tan fuertes, ni tan democráticas, ni tan existentes). Escuchándolo pensé en el capítulo de una vieja serie adolescente donde un entrenador echa mano de un grupo de jugadores malísimos para conformar un equipo de fútbol. No hay uno solo talentoso, todos tienen dos pies izquierdos, pero juegan, colaboran y, aunque reciben muchos goles, al menos participan del torneo y eso es mejor que la inmovilidad.
Con casi setenta muertos, sin elecciones ni reformas a la vista, con políticos que desprecian diariamente la opinión de las mayorías, alcanza de sobra para establecer que nuestra democracia se encuentra en estado comatoso, vegetal, sin reacción, y que el improvisado personal a su cargo ni siquiera se da el trabajo de chequearle los signos vitales.
Si las poquitas células democráticas no deponen sus agendas para unirse, el próximo gobernante –o la actual– será quien presida el entierro de la democracia, quien fabrique su ataúd y redacte su epitafio. Entonces, la serie a comentar ya no será “El reino”, sino algo más sórdido, algo tipo “The Last of Us”, cuyo panorama apocalíptico nos parecerá entonces un paisaje costumbrista. //
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