La casualidad no existe. El señor Putin vive en un permanente juego de espejos. Si escogió el nombre de Sputnik V para su vacuna es porque hay un empeño detrás. En su caso no es otro que joder.
Cuando existía, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas era la contraparte del imperio norteamericano. Lo que hoy es Tik Tok para Donald Trump. La guerra fría se trasladó al espacio, competencia que generó que los niños peruanos de los 60 jugaran con cajas sobre las cabezas. Eran cascos de astronauta.
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Para los soviéticos la carrera espacial era la antítesis de la filosofía ranchera de José Alfredo Jiménez: no había que saber llegar, había que llegar primero. La sofisticación era un obstáculo. Así surgió Sputnik1, el primer satélite artificial que llevó la incertidumbre tecnológica rusa al espacio. Se dio el primer momento Sputnik, ocasión de supremacía soviética sobre los norteamericanos. Es la sensación que Putin quiere recrear con un inyectable.
El sucesor del satélite, el Sputnik 2, fue el primero en llevar al espacio una criatura viviente. Era el año 1957. Mientras al Perú llegaban los restos de Jorge Chávez los rusos enviaban a una perrita al espacio. Se llamaba Laika y había sido recogida de la calle. Un can callejero sería más resistente, creían.
El viaje de Laika era sólo de ida. Tenía una camita, un pañal, y comida para siete días. La embarcaron entre lágrimas. Al cabo de la cuarta vuelta a la Tierra el exterior de la cápsula empezó a recalentarse. Laika murió a la brasa. Esto se ocultó, reportando el bienestar del perrito y su pronto regreso. El Sputnik 2 orbitó el planeta durante meses antes de desintegrarse al regresar a la atmósfera.
Lo siguió el Sputnik IV. Este se estrelló sobre una calle en Wisconsin, territorio norteamericano. Queda claro porque la vacuna se llama Sputnik V.
Hace dos años, estando en Moscú en pleno Mundial de fútbol, un connotado compañero de viaje, don Renato Cisneros, insistía en ir a conocer el monumento a Yuri Gagarín. Dado que volvíamos al mundial al cabo de 36 años y la selección a pesar de Cueva aún parecía más grande que sus problemas, ese periplo turístico resultaba fuera de lugar.
Trató de convencerme contando que Gagarin, un campesino menor de 30 años, se convirtió en un héroe nacional ruso y luego, ya alcohólico, moriría sin cumplir 40 en extraño accidente piloteando un MIG. Podría haber sido un suicidio o un incidente con un Ovni, susurraba Renato confirmando la sintomatología de una locura moscovita. Lo cierto es que sin el sacrificio de Laika, Gagarin jamás hubiera tenido un monumento. Ni un fanático peruano [1].
El día que abandonaba Moscú con el abatimiento del rápido fracaso nacional, el auto pasó al lado de una construcción imponente y luminosa: Una parábola simulaba el despegue de un cohete. En su extremo, la figura heroica de un cosmonauta se proyectaba hacia los cielos. Era el monumento a Gagarin.
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Al pie de este yacía una réplica de la pequeña cápsula de su gesta, casi del mismo tamaño de la de Laika. El sol invernal de Moscú refulgía sobre su impecable capa de titanio, la misma piel destellante del Sputnik, decretando que esa era la última imagen que me llevaría de Rusia.
Renato tenía razón, valía la pena. Además, él tenía un motivo personal. Un factor decisivo en la elección de Gagarin como primer viajero cósmico había sido el tamaño de la cápsula. El gran Gagarin medía apenas 1.57 cms, acaso dos o tres centímetros más que mi amigo escritor. Todos estamos a la altura de lo heroico. //
[1] Digamos que dos. Ya es célebre en El Agustino el mítico Hotel Yuri Gagarin, recinto turístico con imágenes del cosmonauta por doquier que confirma que un catre bien compartido puede hacer ver estrellas.