En pocos poetas peruanos la vida y el mito se funden tanto que acaban por hacerse indistinguibles. César Calvo (1940-2000) es la encarnación de ese fenómeno: nadie sabe con certeza dónde termina su biografía y dónde empieza su leyenda.
El propio poeta se encargó de hacer aún más porosa la frontera entre verdad y mentira. A pesar de haber nacido en Lima (en la cuadra 4 del jirón Carabaya), insistía con que era natural de Loreto. Como su padre había nacido allí, él decidió que ese sería también su lugar de origen. Tanto lo repitió que, ya de adulto, cada vez que viajaba a Iquitos, era recibido con algarabía, como si fuera poeta loretano.
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No solo quiso copiar del padre el linaje amazónico. También honró –y superó con creces– la fama de mujeriego de aquel. Digamos que si algo caracterizó la vida de César Calvo, además de su enorme talento poético (con libros imprescindibles como ‘Pedestal para nadie’ o ‘Ausencias y retardos'), su generosidad y desprendimiento (se privaba de ropa y dinero para ayudar a otros), o su sensibilidad hacia diversas formas de arte (reconocía como influencias equiparables a Góngora, Gardel y Cubillas), si algo lo acompañó hasta el final fue la reputación de “cínico donjuán”, como lo describió José Miguel Oviedo.
Su amigo Rodolfo Hinostroza, quien vivió con él un tiempo en Barranco, lo vio seducir, casi al mismo tiempo, a una psicóloga argentina, una actriz colombiana y una joven sueca. También asegura haberlo visto liarse con un par de maridos cornudos, pues al parecer a Calvo le costaba distinguir entre solteras y casadas. Una tía suya solía repetir consternada: “César está destruyendo la mitad de los matrimonios de Lima”.
En el libro ‘César, siempre', el poeta Reynaldo Naranjo recuerda que en una ocasión Calvo llegó a un almuerzo de unas cuarenta personas en la peña Karamanduka y, solo con la mirada, moviéndose con sigilo, logró convencer a una hermosa dama de marcharse con él. “¡Esa es una faena de genio!”, califica Naranjo, “¡delante de cuarenta y sin decir una sola palabra!”.
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Consultado al respecto, Calvo se limitaba a reconocer que solo en San Marcos “rondaba a las cachimbas melancólicas”; otras veces se defendía alegando que “seducir es eso que siguen haciendo conmigo las mujeres que me han inventado la fama de seductor”. Solo se franqueó con el periodista Víctor Caycho: “Mi profesión no es escribir; mi profesión es caminar, viajar, hacer el amor, conversar con mis amigos […] entre un plancito y un poema, dejo el poema y me voy con el plancito. No dudo un minuto”.
En diversas crónicas y artículos hay sobrados testimonios acerca de sus romances en Lima, París, Londres, Buenos Aires o Moscú. Fueron precisamente esas aventuras las que hirieron de muerte su matrimonio con Carmen Saco, pocos meses después de haberse celebrado en 1967, en París.
Parte del mito Calvo consiste en afirmar que la única mujer de la que estuvo realmente enamorado fue Chabuca Granda. Otros creen que su gran amor fue su madre, doña Graciela Soriano, quien lo hizo poeta acercándole libros de Vallejo y Eguren. En una conmovedora carta de 1964, Calvo le escribe: “Gracias porque estás viva, y porque puedo verte y tocar tus cabellos, y porque puedo pensar en ti todas las noches, todos los días, y aplacar con tu imagen mis amarguras de hombre”.
Doña Graciela adoraba a César, pero hasta ella reconocía su naturaleza infiel. Un periodista le preguntó en una oportunidad si no le habría gustado que alguna de las muchachas que Calvo llevaba a la casa se convirtiera en su nuera. Ella retrucó: “Qué mal me habían hecho esas pobres chicas para que yo quisiera ver a alguna casada con mi hijo”.
Se ha llegado a afirmar que la sordera progresiva que sufrió el poeta no fue producto de una enfermedad, sino de una maldición de Ino Moxo, el brujo al que entrevistó en la selva (protagonista de su novela ‘Las tres mitades de Ino Moxo'), con cuya mujer Calvo habría osado intimar.
Su trascendencia, sin embargo, no descansa en sus correrías de amante insaciable ni en sus deslices revolucionarios, sino en su vitalidad creadora, su defensa de las comunidades amazónicas y, por supuesto, su genio poético que, como la magia selvática, “no se puede aprender, solo se puede enseñar”. //