Debido al necesario cierre temporal de las guarderías de Madrid y la continuidad laboral de mi esposa en el hospital, desde marzo cuido a mi hija por las mañanas. Al inicio todo fueron lamentos egoístas de mi parte, pues debí renunciar a la pacífica rutina de trabajo que solía llevar hasta antes de la declaratoria de emergencia sanitaria. Incluso escribí una columna haciendo acopio de mis quejas, vaticinando una accidentada convivencia matutina con Julieta.
Lo sentía más por ella. Con dos años y medio, plenamente integrada a sus compañeros y profesores, familiarizada con una rutina de juegos, siestas y comidas, ahora tendría que pasar siete horas diarias en exclusiva compañía del cuarentón neurótico y despistado de su padre. No solo eso. De ver las tardes transcurrir desde el único columpio del parque de Santa Engracia, los asientos en forma de animales de madera del carrusel de Serrano o la piscina temperada de las clases de natación, mi hija debía resignarse de súbito a la estrechez de cuatro paredes que nos imponía el confinamiento. De la multitud infantil a la soledad compartida, del aire libre al encierro obligatorio, de la seguridad cotidiana al reino de la incertidumbre.
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Poco a poco, sin embargo, lo que al principio se insinuaba como una temporada caótica fue mutando hasta convertirse –no sin breves tensiones– en una escalada de momentos vitales, felices.
No sé si lo mejor es leer cuentos, ver películas, dibujar brujas, construir castillos con bloques magnéticos, devorar trozos de sandía en el balcón, dramatizar la historia de Hansel y Gretel (donde no siempre me ha tocado hacer de Hansel); o ser el privilegiado espectador de sus soliloquios de mediodía, cuando, al mirar por encima de la laptop, la descubro discutiendo seriamente con sus muñecos asuntos que, a la distancia, parecen de una trascendencia universal.
Es incalculable el aprendizaje que quedará como saldo al cabo de estos meses de angustia, impaciencia y claustrofobia. ¿Recordará algo de esto Julieta? ¿Vencerá la “amnesia infantil” de la que tanto hablan los neurólogos, según la cual es imposible tener memoria de nada de lo vivido antes de los tres años? Tal vez las fotos y videos que su mamá captura constantemente la ayuden en el futuro a recordar con nitidez los intensos días y noches de esta cuarentena.
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Aún recuerdo el tiempo, una década atrás, en que garantizaba a todo mundo que jamás me reproduciría, que no había nacido para eso, y sustentaba mi posición citando frases pesimistas de Platón, Descartes, Nietzsche o Sartre –ninguno de los cuales tuvo hijos–, y divulgando como gran cosa las teorías antinatalistas del sudafricano David Benatar, autor del libro Mejor no haber existido nunca (2006), cuyas páginas se convirtieron durante esa época en mis santos evangelios. Hoy capto que aquel discurso no era más que un camuflaje para eludir el desafío de estar a la altura del amor incondicional que depara un hijo.
En una semana más, Madrid ingresará a eso que llaman “nueva normalidad”. Las guarderías reabrirán y los niños, con la novedad de la mascarilla perenne, volverán a sus clases habituales. A Julieta le tocará reencontrarse con las maestras Vicen, Loli y Teresa; con amigos como Sofía, Emma y Mateo, y así las mañanas paulatinamente irán recuperando su vieja forma.
¿Podré trabajar más aliviado en casa? Es probable, pero una parte de mí extrañará escribir como escribo ahora esta columna: con Julieta trepada en mi espalda como un Koala, todavía en pijama, los pelos revueltos, mirando cómo van apareciendo las letras en la pantalla. Me pide que deje de trabajar para ayudarla a operar a su conejo de felpa. Y yo pongo este apurado punto final porque comprendo de inmediato que no hay, que no podría haber, tarea más urgente que esa. //