Dolor de garganta, tos seca, congestión. Diagnóstico positivo. Dolor de huesos, malestar, flema. Luego de dos años y tres vacunas (la cuarta queda pendiente), el bicho se instala en casa.
Uno tras otro caemos con síntomas idénticos. No tenemos angustia, ese temor a la muerte que nos hubiese agobiado en 2020 o incluso a inicios de 2021. En cambio, nos gana una convicción: a los chicos no les pasará nada y, nosotros, con algunos cuidados, estaremos bien pronto. Damos por hecho el milagro científico. Duermo pensando en ese privilegio.
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La idea del descanso forzado produce ansiedad. ¿Es la autoexplotación la única forma de felicidad, como dice el filósofo coreano Byung-Chul Han? ¿Neurosis o alienación? ¿O simplemente síntoma? Habladurías: la literatura vence ahí donde fracasan las películas de streaming. La incapacidad de concentrarse retrocede ante dos joyas: La memoria del alambre de Bárbara Blasco y Tres luces de Claire Keegan. Vamos por ellas.
La literatura de Blasco concilia vértigo con precisión. La excusa narrativa es una carta que recibe la protagonista: la madre de quien fuera su mejor amiga le pregunta qué llevaba su hija en los bolsillos cuando murió atropellada hace un cuarto de siglo. Contestar obliga a reconstruir el pasado juvenil de fines de los 80, una educación sentimental explosiva que, en Valencia, tuvo como fondo lo que se llamó “la ruta del bakalao”, una suerte de juerga infinita en discos de carretera. A ese camino se acompasa otro, el del presente adulto, donde ella es una corista de orquesta de barrio en gira pueblerina que vive de cantar La Oreja de Van Gogh y otros clásicos de provincia.
Una maravilla ocurre en el contraste: a pesar del exceso de derrota, la narradora rehúye del victimismo y trata con la misma frialdad las desventuras de hace dos décadas como las de ayer. Consigue así un efecto de tiempo solapado: una misma mirada se yergue sobre fiestas y plazas, compañeros y novios, desgracias y accidentes, antes y ahora. Esa singularidad, pre o posfeminista, no lo sé, deja como única salida la construcción de un habla urgente y provocadora. “Aunque callara ahora, lo haría con palabras”, nos confiesa Blasco, sin contradicción, en una paradoja tan estremecedora como bella.
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Tres luces es lo opuesto: una elegía delicada y serena sobre las emociones que construyen filiación y arraigo. La anécdota es menor: una niña debe pasar unos meses en la casa de unos parientes hasta que su madre dé a luz. Pero lo que ocurre a partir de esa mudanza equivale al descubrimiento de la ternura para la pequeña y los padres temporales: la dedicación y la atención, el bienestar sobrio pero atento, el calor de la casa como refugio ante la maledicencia ajena, las necesidades mutuas de contener y ser contenidos, la compañía como antídoto ante la pena…
Keegan, con un cuidado por la descripción capaz de convertir el horizonte de Irlanda rural en un paisaje moral, dibuja a sus personajes a través de pequeños contrastes: de luz, de espacio, de afectos. De esa tensión brota una emoción pura, sin melodrama ni afectación, que entiende cuán necesario es un poco de oscuridad para que una estrella brille. Y es que nunca son tan claros los destellos como cuando la noche parece infinita. //
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