1. Sentado en una butaca del Nuevo Teatro Alcalá de Madrid –el mismo donde Camilo Sesto hizo Jesucristo Superstar en 1975– me dispongo a ver Grease, el musical. El lunes pasado se cumplió medio siglo del estreno de la obra en Broadway, donde se mantuvo durante ocho años consecutivos, un récord en su momento. Una vez le preguntaron a Jim Jacobs, autor del libreto, música y letras junto al ya fallecido Warren Casey, cuál era el secreto del éxito de la obra y dijo: “Es una historia de verdad, escribimos lo que habíamos vivido en el instituto”.
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Para quienes éramos niños en 1978, la clásica película de Randal Kleiser nos resultó fascinante por ese motivo: parecía auténtica, creíble, de verdad, a pesar de que –esto lo supimos después– la Rydell High School era una escuela ficticia y varios actores del reparto estaban lejísimos de ser los adolescentes a quienes daban vida: John Travolta tenía 24 años; Olivia Newton-John, 30; y Stockard Channing, ‘Rizzo’, con 33, podría haber encarnado perfectamente a la directora de la secundaria.
Tampoco sabíamos que el título, Grease (traducida Vaselina en buena parte de Iberoamérica), aludía en realidad a los greasers, muchachos que en la década de los 50 revolucionaron el sur de Estados Unidos al tratar de poner fin a la escalada de violencia protagonizada por las pandillas callejeras y la policía. Los greasers vivían en barrios obreros, se peinaban con gel o brillantina, escuchaban a Johnny Cash, eran fanáticos de las motocicletas, vestían impecables casacas negras y jeans gastados en cuyos bolsillos traseros, junto al peine obligatorio, escondían un arma blanca.
2. Faltan diez minutos para que empiece la función, tiempo de sobra para volver mentalmente a la escalera de la casa de Miraflores donde algunas noches mi hermana y yo, después de ver la película por enésima vez en Betamax, jugábamos a ser Sandy Olsson y Danny Zuko y cantábamos una versión muy personal de Hopelessly Devoted to You con un inglés deplorable que guardaba muy poca fidelidad con la letra original. Menos mal no había Instagram, TikTok ni forma alguna de documentar papelones domésticos.
El show empieza y rápidamente noto lo que me había advertido el productor asociado, el peruano Juan Carlos Fisher: Sandy está cambiada. En la obra y la película es una chica mojigata, conservadora que reinventa su aspecto y carácter solo para gustarle a Danny, un perfil sometido que en estos tiempos resultaría indefendible. La nueva Sandy sigue siendo una chica tradicional, pero no se queda callada, reclama y no permite que Danny la toque sin su consentimiento ni la deje en ridículo frente a sus amigotes.
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Sin embargo, por mucho esfuerzo que los guionistas hubiesen puesto para descontaminar el guion del machismo general del que está impregnado, poco podrían haber hecho, pues la franquicia Grease exige, por ejemplo, mantener inalterables los bailes donde los T-Birds mueven la pelvis con un entusiasmo digno de mejor causa frente a unas aleladas Pink Ladies, o la conducta claramente acosadora de Vince Fontaine, el animador del baile, con una de las estudiantes. Ese tipo de escenas muchas veces han puesto a la película en el ojo de la tormenta; el año pasado fue tachada de “sexista, misógina y homófoba” en Reino Unido luego de que fuera emitida por la BBC. En Twitter varios usuarios promovieron su censura.
3. El musical de Grease cierra con los actores abrazados, cantando We go Together, ejecutando una coreografía cuidada milimétricamente. Me descubro moviendo los pies y tronando los dedos en la oscuridad del Nuevo Teatro Alcalá. El público ofrece un aplauso de varios minutos, satisfecho con una puesta en escena que consigue dos cosas nada sencillas: contar de forma novedosa una historia vista un millón de veces y permitir a los mayores de treinta volver a tener diez años por un par de horas. //
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