Hay algo de espectáculo triste en las familias que ven sus secretos más preciados salir a la luz de golpe. Sobre todo cuando hablamos de familias tradicionales, acomodadas, que se adjudican valores definitivos como dignidad, prestigio u honor, sin detenerse a reconocer sus enormes privilegios ni admitir las grietas y heridas que arrastran.
Algo de eso pasa con los personajes de Las mejores familias, la más reciente película de Javier Fuentes-León, estrenada ayer en Perú y que es un retrato satírico de cierta clase alta limeña, de sus prejuicios, sus carencias afectivas, su paternalismo, su desconexión con el entorno, sus expectativas, su falta de sentido del humor (y su humor involuntario).
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Si en Contracorriente (2009) abordó el melodrama fantástico y en El elefante desaparecido (2014) desarrolló el thriller psicológico, Fuentes-León se arriesga ahora por la comedia negra. Y lo hace a través de la historia de Luzma y Peta, dos hermanas humildes que trabajan al servicio de los Alayza y los García-Martínez, familias vecinas de San Isidro, relacionadas entre sí, y cuyas casas, como sus vidas, están interconectadas.
La descripción de las dinámicas entre ‘patrones’ y ‘sirvientes’ es divertida y deja muy en claro qué rol juga cada quien en estos hogares conducidos por dos mujeres mayores, dominantes, presumidas, nostálgicas, que empiezan a olvidarse de todo.
Poco a poco, sin embargo, la agilidad del relato da paso a una espiral de tensiones que tendrá su punto máximo en la estupenda escena del almuerzo de cumpleaños. Un momento coral, bien montado, dramático, donde vemos a abuelos, padres, hijos, cuñados, tíos y sobrinos ventilar sus trapos sucios con resentimiento, hacer añicos la reputación del otro, lanzarse reproches que, al parecer, llevaban años esperando el momento adecuado de salir a la superficie. Ese fuego cruzado deja en el espectador la inevitable sensación de estar frente a un descuartizamiento ajeno o en medio de una fiesta a la que no debió colarse.
Sin afán comparativo, son minutos que remiten a Agosto, la premiada obra de teatro de Tracy Letts adaptada brillantemente al cine en el 2013 por John Wells; a Celebración, del danés Thomas Vinterberg; a El ángel exterminador, de Buñuel; o a Perfectos desconocidos, del italiano Paolo Genovese. Es decir, mucha gente alrededor de una mesa cantándose las verdades, sucumbiendo ante ellas y dejando atrás, por fin, por una vez, las apariencias.
Incluso puede advertirse un guiño a la coreana Parásitos, si pensamos que aquí también los trabajadores del hogar llegan a cansarse de ser obedientes y, a su modo, ejercen control sobre la casa y, más que eso, sobre las memorias de aquellos a quienes atienden.
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La película podría parecer un asfixiante reality si no fuera por la intromisión de un factor externo, presente desde el principio. Mientras los parientes se saludan, conversan y beben aperitivos, la televisión transmite un conflicto social. Dos turbas rivales (no se nos dice por qué, pero podemos intuirlo) avanzan desde el centro de Lima y acabarán enfrentándose justo en las inmediaciones de la mansión de San Isidro. El gas lacrimógeno de la policía invade los dominios de los Alayza y los García-Martínez, haciendo más caótico y patético el pandemonio familiar. Al final, sitiados por los manifestantes pero sobre todo por sus propias miserias, acabarán refugiándose en el mismo escondite.
Es tentador recurrir a la figura del terremoto para ilustrar el descalabro de estos personajes, pero la analogía pecaría de inexacta. Un terremoto supone destrucción, estructuras dañadas casi siempre de forma irreversible, escombros que toca remover. En estas familias algo se ha roto, sin duda (“hemos pasado treinta años de escupir al cielo, ya tocaba que nos cayera en la cara”, dice alguien), pero no parece haber escarmiento. Al menos no entre los jerarcas, quienes a pesar de quitarse las vendas y máscaras a la fuerza, buscarán restituir lo antes posible el orden rancio en el que tan cómodamente se desenvolvían, y con la insólita complicidad de los empleados.
Con Las mejores familias, Fuentes-León nos recuerda que en una ciudad como Lima hay realidades que no cambian nunca; realidades que son para llorar, de las que, de vez en cuando, conviene burlarse. //
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