Todos los sábados por la mañana, en la superficie de pasto sintético del Hans Christian Andersen, lejos de sets de televisión, cabinas de radio y auditorios universitarios, aflora la más pura argentinidad de Guillermo Giacosa. Con las medias caídas al final de sus piernas lánguidas; vistiendo la sacrosanta camiseta de Rosario Central, ya percudida por esa transpiración de la memoria que es la nostalgia; y con un invariable short minúsculo, como de mundialista de los setenta, deja en la banca su acostumbrada sensatez de conversador empático para despertar al severo hombre de la pampa que lleva dentro.
Nacido al borde del río Paraná, creció viendo a ídolos rosarinos históricos como el ‘Gitano’ Juárez, ‘Cabeza de Oro’ Di Loreto o el ‘Colorado’ Fógel, cuyas jugadas y gambetas más representativas Guillermo ha intentado llevar a la práctica con resultados no del todo satisfactorios.
Pero cuidado, que cuando se ubica un par de pasos delante del arquero, disimulando la rigidez de sus desplazamientos laterales, Giacosa es experto en achiques destemplados, despejes furibundos y una efectiva aunque a menudo rústica marcación a los delanteros contarios, quienes persuadidos engañosamente por su querible aspecto de bisabuelo pálido subestiman sus ágiles dotes para la carretilla feroz.
Alguna vez fue bautizado como “tronco útil”, un alias que aludía a su condición espigada y otoñal, pero sin recompensar del todo su pragmatismo rural, sello que a estas alturas exige un sobrenombre más apropiado. También es menester subrayar que, si bien Giacosa cubre con eficacia todos los sectores de la franja defensiva, es en la derecha donde se le aprecia más cómodo; una prueba de que el fútbol subsana impensadas contradicciones ideológicas.
Por cierto, actuar tantos años como líbero no le impide a Guillermo montar ocasionales incursiones en territorio enemigo, incluso pisar el área chica y hasta sorprender a todos –empezando por él mismo– con golazos de parietal, clavícula, cadera y tibia, todos de carambola, que se comentan hasta la saciedad en la sobremesa alcohólica del mediodía.
Sus modales desprovistos de sutileza, sin embargo, están menos relacionados con el juego que con el idioma. Quien ha oído las intervenciones mediáticas de Guillermo o leído sus columnas periodísticas reconocerá el trato elegante que nuestro amigo le depara al castellano, con una articulación inteligente, enriquecida por sus cultas referencias de lector voraz, viajero infatigable, melómano refinado y sensible ciudadano del mundo. Eso… hasta que se viste de corto.
En su lenguaje futbolístico desaparecen de raíz las referencias al poeta Rilke, los versos de Omar Khayyam, los estribillos de Atahualpa Yupanqui, las anécdotas sexuales de Catalina de Rusia o los últimos descubrimientos de la neurociencia. A cambio surge un amplísimo repertorio de esas palabras que, según el ‘Negro’ Fontanarrosa, están “reñidas con la moral”. Basta que empiecen a sumarse desaciertos entre los integrantes de su equipo o fricciones con el rival para que Guillermo –como si acabara de leer una columna de Mariátegui o de Jaime de Althaus– eche a andar una aceitada maquinaria de florituras: “¡Así no, pelotudo!”, “¡tomátela, la concha de la lora!”, “¡andá a cagar, salame!” y “¡dejate de romper las bolas con esos firuletes de mierda!”, entre otras expresiones argentinas de gran sonoridad que, la verdad sea dicha, constituyen un valioso aporte lingüístico para la comunidad pelotera allí reunida, cuyo ya nutrido bagaje de vulgaridades se ha visto así notablemente enriquecido.
Aunque hasta el momento no lo parezca, la razón de ser de esta columna es celebrar a Guillermo: por su recién estrenada existencia de ocho décadas, pero también por su amistad sin expectativas, su coherencia moral a prueba de despidos y querellas, su espiritualidad con Dios pero sin religión, y ese sentido del humor que ninguna contrariedad política, económica, física ni sentimental ha logrado abolir. Salud por tus ochenta, Guille. Asegúrate de que sean ochenta más. //