Renato Cisneros

El jueves pasado, en una pequeña tarima colocada en medio de la plaza del Callao de Madrid, frente a unas cuarenta personas que se acercaron a escucharme, hablé de mis miedos.

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Días atrás, un querido amigo me había invitado a participar de la primera edición del Festival de las Ideas, un evento que busca fomentar la discusión pública en torno de diversos temas existenciales que son desechados en la conversación cotidiana y, sin embargo, están íntimamente ligados a nuestra experiencia vital. Además de los formatos clásicos –mesas redondas, conversaciones, paseos temáticos, conciertos–, el Festival incluyó varios Speaker’s Corners repartidos por la ciudad. Estos «rincones del orador» –como ocurría en la Londres victoriana, o antes incluso, en la Grecia de Isócrates y Licurgo– permiten que los transeúntes intervengan en debates de variada índole dando sus puntos de vista.

En el Perú, sobre todo en coyuntura electoral, algunos canales de televisión apuestan por un modelo similar (con nombres del tipo «habla el pueblo» o «habla la calle»), y se colocan un micrófono abierto y parlantes en algún punto neurálgico de Lima –casi siempre el Jirón de la Unión– para que los ciudadanos ejerzan su libertad de expresión y dejen constancia de sus preferencias e inquietudes.

Lo que me pidieron el jueves pasado fue que saliera al frente, abriera la conversación y calentara la plaza. Durante unos quince minutos hablé de cómo los miedos van complejizándose a medida que crecemos. En la infancia nos asusta lo mismo (la oscuridad, un personaje de terror, algún alimaña, el abandono); en la adolescencia, el miedo se parece mucho a la vergüenza (miedo a no encajar, a ser marginado, a que no te quieran); en la juventud, uno de los grandes miedos es la frustración, no cumplir con las expectativas o esperanzas que los demás tienen cifradas en ti; y en la adultez, quizá el miedo mayor es la muerte violenta, o la muerte a secas. En mi caso, me da miedo desaparecer antes de que mis hijas sean mayores, no quiero perderme ni un pasaje del espectáculo vertiginoso de su crecimiento.

En un respiro de mi alocución reparé en el auditorio y noté que lucía mucho más nutrido que al principio: la gente asentía, susurraban comentarios en el oído del vecino, aplaudían. Temí parecerme a uno de esos predicadores callejeros que improvisan falsas liturgias acerca de cómo merecer la salvación eterna ante el inminente fin de los tiempos; o a uno de esos jubilados que, con un archivo de inclasificables documentos bajo el sobaco, diseminan sus teorías conspiranoicas acerca de las extrañas alianzas de los poderes fácticos; o, peor, a uno de esos charlatanes que dicen hablar en nombre de la ciencia y portan maletines de cuero gastado en cuyo interior se confunden milagrosas pastillas para adelgazar veinte kilos en veinticuatro horas, infalibles ungüentos contra la alopecia y unos frascos con espesos elíxires para el vigor sexual.

Felizmente, mis palabras resultaron estimulantes y enseguida vi a hombres y mujeres, jóvenes en su totalidad, dejar la muchedumbre para acercarse al improvisado escenario y hablar de sus miedos: desde el miedo a no poder independizarse por el alto costo de los alquileres hasta el miedo a nadar en aguas abiertas, pasando por el miedo a vivir con intensidad relaciones sentimentales condenadas a terminarse, el miedo a pensar demasiado en el futuro, el miedo a volverse insensible, o el miedo a que el Real Madrid no gane la Champions.

La experiencia no solo fue maravillosa por la autenticidad de los testimonios, sino por la urgencia con que fueron compartidos y por el hecho de que todo aquello ocurría ¡en una plaza!, ¡en la calle!, ¡en la vía pública! Escuchándolos pensé: esta es la demostración de que las redes sociales son un fiasco. Alguien las diseñó hace décadas creyendo que ayudarían a la humanidad a ser más solidaria y empática, pero a cambio solo han conseguido volverla más frívola, más desatenta, más solipsista.

Entre hablar de los miedos en la calle y mostrar a diario los abdominales en Instagram, me quedo con lo primero. Es una forma más sutil de desnudarse.

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