Circunstancias de la vida han logrado que sepa más de lo que quisiera, o necesito saber, acerca de Julio José Iglesias de la Cueva, alias Julio Iglesias. Por añadidura este saber se extiende respecto de su ex esposa Isabel Preysler, conocida como Reina de Corazones, o según el New York Times, la Proto Kardashian.
Mi padre, un señor muy correcto pero que también sabía que de vez en cuando resultaba oportuno lanzar una llave inglesa entre engranajes, tenía por placer musical culposo escuchar aquellos susurros ibéricos que pretendían ser canciones. El melodrama romántico del conquistador con corazón de terciopelo.
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Quizás también, secretamente, desde su coqueta fidelidad conyugal admiraba la libertina vida amorosa del semental español que esparcía su semilla viril a diestra y siniestra. Allá en la prehistoria sin restricciones, cuando los hombres podían decir barrabasadas sin sonrojarse, Julio se jactaba de haber intercambiado fluidos con más de 3000 mujeres. Hasta que dejó de contarlas.
Esa presencia casera de la música de Julio Iglesias, fines de semana acunados por la orquestación elegantemente ascéptica de sus discos, se constituyó en una eficaz educación sentimental a través de esa Enciclopedia Británica de los afectos que es la balada romántica. Porque en el fondo, aquél mequetrefe de meliflua voz anticipaba verdades. Entonaba un saber sentimental intrigante para la curiosidad púber. Así se presentaba musicalmente Julio en 1977:
Mujeres en mi vida hubo que me quisieron
Pero he de confesar que otras también me hirieron
Pero de cada momento que yo he vivido
Saqué sin perjuicar el mejor partido.
Al conocimiento de la señora Presyler llegué a través de mi madre. Ella era una consumidora fiel de la revista ¡ Hola!, un compendio en papel couché de la consabida molicie de la realeza y de los quehaceres menores de millonarios ociosos. Y en donde Julio era protagonista intermitente pero contínuo de la portadas a través de noticias que no eran tales.
Lo que se contaba de él era una variante de impacto aunque sin sustancia, que se conocía como la exclusiva: Julio estrena nuevo yate en Miami, Julio viaja con su perro ¡Hey! en el Concorde, Julio cena en París con la próxima ex esposa de alguien. Muchas fotos, casi siempre iguales, y extensas sumillas donde se resumía el nervio chismoso de la exclusiva. El texto era prescindible.
Hubo una exclusiva crucial. Era la de “Julio estrena avión privado”. Salía retratado dentro de su flamante jet, en bividí, con sus emblemáticos Ray Ban aviadores, el rostro perfilado hacia su mejor ángulo (el derecho), realizando una actividad inclasificable: degustaba Kentucky Fried Chicken en balde acompañado de vino tinto y una españolísima tortilla de patatas.
Hasta que un día llegó la exclusiva de la señora Presyler al lado de Julio. La prensa del corazón española había caído rendida ante el charm y belleza natural de la socialité filipina que había apaciguado al seductor insaciable. Una boda apresurada por un embarazo en curso solo agregaba morbo a la domesticación del Don Juan. Pero para aquellos ya incursos en la verdad intrínseca de la balada romántica, ese emparejamiento presagiaba turbulencia, distracción, la sorda zozobra oculta en la estabilidad. Quien tenía como dogma el “las amo a todas” no podría estar sujeto a un ancla matrimonial.
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Llegaron los hijos y con ellos las exclusivas tipo a Chabeli se le cayó un diente, a la par que consistentemente la señora Presyler empezó a construirse un protagonismo mediático paralelo al de su esposo, inicialmente el era el único famoso de los dos. Con sutil habilidad social se volvió una influencer antes que existieran las influencers, capitalizando exclusivas que antes eran exhibicionismo gratuito. Ella se convirtió en la sofisticada imagen de una compañía de cerámicos, baños y cocina. Esa genial idea de inventarse un trabajo en el que no hay que trabajar.
Julio nunca pudo domesticar su desbocada pulsión erótica, y su esposa se hartó de sus aventuras. El hombre que amaba a las mujeres fue por primera vez descartado por una de ellas. Fruto de ese despecho nació ¡Hey!, elepé dulcemente envenenado, el ubícate querida que los machos también sentimos, cri de coeur que removía las fibras del amor no correspondido pero sin desentonar como posible banda sonora de ascensores y salas de espera de dentistas:
Ya ves,
Que hay veces que es mejor querer asi
Que ser querido y no poder sentir
Lo que siento por ti
El agrietamiento, agonía y muerte del matriomonio Iglesias – Preysler fue prolijamente cubierto por ¡Hola!, posiblemente bajo contrato según el modus operandi. Fiel a su piel, Julio se sacó el espolón con una deslumbrante polinésica a la que le llevaba más de dos décadas: Vaitiare. Su belleza silvestre, lozanía capulí y fina voluptuosidad la hacía ver como si la ex esposa de Julio fuera su tía, perversa intención de su equipo de marketing.
La nueva pareja acaparó durante un tiempo las portadas de ¡Hola! hasta que, como era habitual en Julio, la relación cumplió su ciclo de novelería y cambio de sábanas. Hoy en día Vaitiare, ya señora de varias décadas según el canon Arjoniano, es una valiente sobreviente del cáncer. Cerrando en círculo, en 1984 ya como Marquesa de Griñón, Isabel Preysler entrevisto a su ex esposo Julio Iglesias. Exclusiva en las páginas de ¡Hola!, por cierto.
Late un sentimiendo de culpa, y de inutilidad, en consumir vidas privadas ajenas como entretenimiento. Hay quienes eligen ese ciclo antropófago como modo de vida, y hay quienes acaban arrastrados a ello. A veces, por obedecer el ciego mandato del corazón y sus apéndices cómplices. Finalmente, cada quien se enamora de quien le de la gana, pierde la cabeza por quien le de la gana, se tira del campanario por quien le de la gana. Por algo lo pasional es atenuante antes que crimen, señores jueces de lo ajeno.
Si a cualquiera de nosotros nos acosara un batallón de prensa sensacionalista empeñada en convertir la privacidad en pasatiempo, hasta las vidas más aburridas podrían volverse un infierno. Y en un circo morboso para los demás.
Así opera la caníbal civilizacion del espectáculo que Mario Vargas Llosa diseccionara en su momento. En aquél libro homónimo, citando a Fernando Savater, Vargas Llosa suscribía que el presunto derecho de todos a saberlo todo era “parte de la actual imbecilización social”. El escritor continuaba:
La desaparición de lo privado, el que nadie respete la intimidad ajena, el que ella se haya convertido en una parodia que excita el interés general y haya una industria informativa que alimente sin tregua y sin límites ese voyerismo universal, es una manifestación de barbarie.
Vargas Llosa es un titán literario, una cumbre intelectual en un país que acostumbra maltratar a quien destaque. Ese callejón oscuro masivo se exacerba cuando se trata de alguien pasional y directo, mas interesado en ser consecuente consigo mismo que quedar bien con la tribuna o la corrección política de moda, mode, modx.
La prensa del corazón española es rapaz y venenosa, y sus posibilidades de rentabilidad son proporcionales a su efecto idiotizante. Hay algo brutalmente desproporcionado e indigno en el trato a una persona de su trayectoria, lustre, y por que no, edad.
La señora Preysler alguna vez hizo el prólogo de un libro intitulado “Un divorcio elegante o cómo desamorarse con estilo”. La obra literaria de Vargas Llosa le ha merecido el Nobel y en febrero entrará a la Academia Francesa como “Inmortal de Francia”. Rentabilizar la propia privacidad es una respetable opcion laboral. Pero dedicarle la existencia a la literatura tiene el calibre de lo sagrado, así sea una quimera. Eso es lo que perdurará. El resto, como la canción de Kansas, será polvo en el viento.
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