La primera vez que oí la palabra ‘Miami’ seguramente la asocié con Disney World y esos personajes de dibujo animado con los que todo niño latinoamericano de mi generación deseaba fotografiarse algún día. Un par de décadas más tarde, al ver el capítulo de The Awful Truth donde el cineasta Michael Moore denuncia los maltratos de la corporación Disney a sus trabajadores —a quienes pagaba una miseria y entregaba sofocantes y a menudo desvencijados disfraces de lona para dar vida a los sonrientes Dumbo, Pluto o Tribilín—, entendí que el mítico parque infantil tenía muy poco de paradisiaco, pero durante mis primeros años ‘Miami’ me sonaba a eso: al reino donde vivían los muñecos de la tele, al lugar donde se cumplían los sueños de los latinos pobres.
Más tarde, a mediados de los ochenta, en pleno gobierno de Alan García, Miami pasó a convertirse en el refugio de miles de compatriotas que escapaban del terrorismo y la inflación e intentaban dar caza al ‘sueño americano’. Fue el caso de varios de mis primos hermanos, algunos de los cuales nunca volvieron al Perú y trabajaron allá como inmigrantes, se hicieron adultos, sacaron la Green Card y tuvieron hijos angloparlantes. Por esa época daban la serie Miami Vice, donde unos detectives desarticulaban el tráfico de drogas y las redes de prostitución, dando a entender que la ciudad de Mickey Mouse estaba literalmente infestada de ratas.
Recién a los 17 años conocí todo aquello en un viaje familiar. Ya era grande o me sentía grande y debí controlarme para no parecer demasiado embobado ante los castillos de torres puntiagudas, los artilugios mecánicos, los fuegos artificiales y todo ese clima de perfección futurista que los gringos generan tan eficazmente en el turista novato. En aquel viaje, mi padre se hizo un chequeo en el Mount Sinai Hospital. Mis hermanos y yo pensábamos que era un control oftalmológico de rutina; ignorábamos que le confirmarían el cáncer de próstata que acabaría con él al año siguiente.
Tenía 27 años cuando me fui a estudiar una maestría en la Universidad de Miami. Primero viví en casa de una tía en el barrio de Kendall (llamado ‘Kendallsuyo’ por la innumerable cantidad de peruanos que allí moran) y, más tarde, junto a cuatro amigos, rentamos un departamento en South Beach, al lado de Ocean Drive, muy cerca del Sun Ray Hotel, famosa locación de la sangrienta escena de Caracortada donde Toni Montana ve cómo descuartizan a su compañero con una sierra eléctrica. Ya por entonces se decía que el 80% de la población miamense era latina y que lo bueno de la ciudad era que ‘quedaba cerca de Estados Unidos’. Fue un año intenso y divertido. Ese buen recuerdo, sin embargo, sería estropeado al cabo de tres años, cuando una ex novia viajó a Miami unos meses para trabajar e inesperadamente rompió conmigo por teléfono poco antes o después, nunca me quedó claro, de sacarme la vuelta con un cubano musculoso.
Hace unos días, con el pretexto de visitar la Feria del Libro, me reconcilié con Miami. Reencontré a uno de mis primeros amigos del colegio, Jaime Gabaldoni, hoy convertido en exitoso conductor del programa de autos de la cadena Univisión. Visité a otro Jaime, Bayly, en su set de Mega TV primero, posteriormente en su casa de Key Biscayne, y sostuvimos junto a Silvia, su esposa, una charla entrañable cuyos detalles recordaría mejor de no haber bebido tanto malbec. Conocí a dos escritoras magníficas, la mexicana Cristina Rivera Garza y la colombiana Pilar Quintana, también al mexicano Martín Solares, fanático de Juan Rulfo, quien contó que Pedro Páramo, antes de publicarse, se tituló Los murmullos, y que era Tuxcacuesco, no Comala, el pueblo donde se desarrollaba la historia.
Por último, me hice de unos libros interesantísimos, entre ellos Tour, del peruano Pedro Medina León, quien habla de la relación de Miami con los Beatles, Jim Morrison, Bob Marley, Quentin Tarantino o Cassius Clay, resaltando el carácter cultural de una metrópoli que la ignorancia suele etiquetar de frívola, pero que muta, crece y reserva sorpresas a quienes, más que visitarla, simplemente deciden descubrirla. //