1. Entré a practicar a la redacción de Deportes de El Comercio en 1999. Una mañana de ese año bajé al primer piso, donde funcionaba Somos, para arreglar un tema burocrático. Entonces la vi venir, lenta, volátil, luminosa, en la mano un vaso de agua: Doris Bayly. En ese momento ella era una de las principales cronistas de la revista, pero muchos la considerábamos fundamentalmente una poeta; de hecho, el año anterior había publicado, con el sello de editorial Campodónico, Chico de mi barrio, poemario de tapa verde que contenía un poema hermoso y triste, “Morir en Lima”, donde hablaba de lo mucho y poco que se amaban sus padres. En los noventa escribir poesía y vivir del periodismo tenía algo de heroico o romántico, y para quienes soñábamos con alcanzar ese estilo de vida Doris representaba un modelo a seguir. Esa mañana me quedé mudo cuando se acercó. Ella percibió al instante mi inseguridad e inició una conversación amable, me ofreció ayuda por si la necesitaba y me deseó suerte durante mi estancia en el Diario. Me sentí bautizado y desde entonces siempre que la vi me detuve a saludarla.
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2. Kike Flor entraba a la redacción de Deportes como a su casa. Había sido reportero del Semillero, así que conocía a todos y les gastaba bromas sin piedad. Parecía vivir riéndose, sea en el Diario, en las canchas de fútbol durante los campeonatos internos o abajo, en el bar de don Pedro, donde varios solíamos finiquitar la jornada de chamba y comentar la convulsión política de esos días. Para los más jóvenes, Kike era la prueba viviente de que un redactor de Deportes podía migrar a otras secciones y destacar. Había hecho importantes destapes en Metropolitana (recuerdo el de la ilegal construcción de la fábrica Lucchetti) y estaba próximo a revelar, junto al equipo de la Unidad de Investigación, la fábrica de firmas falsas que buscó promover la reelección de Fujimori en el 2000. Allá por el 2004 lo reencontré en Miami, donde era pieza clave del Miami Herald; había triunfado en el extranjero, pero seguía siendo el mismo niño grande que se reía estruendosamente. Ni siquiera el accidente que tuvo menoscabó su alegría, su optimismo, ni el sueño de una recuperación que fatalmente no llegó.
3. Los días en que Alejo Miró Quesada no despachaba, el director del Diario era Bernardo Roca Rey. Los más jóvenes lo veíamos avanzar por los pasillos precedido por su fama: había fundado Somos y acababa de inventar el decisivo Canal N. Era un periodista intuitivo, respaldado por sus múltiples intereses, el mar, la comida, el vino, la ciencia, los viajes, el mundo. Donde la mayoría buscaba la estabilidad y la cautela, él prefería el vértigo, la experimentación. El día del 2007 que sufrí un accidente en medio de una comisión, Bernardo estaba a cargo de la dirección. Fue el primero en ir a visitarme al hospital una vez que estuve fuera de peligro. Varios años después, tomando un whisky aquí en Madrid, me confesó que aquella tarde del accidente mandó a alguien a redactar mi obituario. “Por si las moscas”, me dijo, guiñando un ojo. Era un tipazo, lo sabía, pero no se ufanaba.
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4. Con la desaparición súbita de Doris, Kike y Bernardo se difumina algo de la época en que me formé en El Comercio, cuando era usual cruzarse, codo a codo, en la recepción, el comedor, las escaleras o al pie de una de las ventanas del edificio del jirón Miró Quesada con gente mayor a la que buscabas parecerte, a la que leías sin falta, cuyo trabajo celebrabas o discutías con otros colegas. Por eso no basta con lamentar la partida casi simultánea de los tres; también corresponde agradecer por haber coincidido con ellos, por haberlos tenido tan cerca en los que seguramente fueron sus mejores años. //
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