El nuestro es un país en el que el misterio y lo inexplicable son parte de la normalidad y del dilema de vivir entre enigmas. Desde las proezas arqueológicas atribuidas a orígenes mágicos hasta el comportamiento moral de nuestros más altos dirigentes, todo es una incógnita pendiente de una explicación lógica.
MIRA MÁS: Peruano, dime cómo estás, por Jaime Bedoya
Esta situación es perfecto caldo de cultivo para la proliferación de sociedades destinadas a la investigación de lo extraterrestre y lo paranormal. Tuve el debatible honor de asistir a por lo menos una sesión de la más seria y reputada de estas organizaciones, el Instituto de Relaciones Interplanetarias (IPRI). Y asumo el pasivo de haber fundado una noche en La Herradura, entre más cerveza que ciencia, la más breve y fugaz de estas sociedades. Me refiero al Centro de Investigación Ufológico Anna Carina Copello (CIUACC).
El CIUACC cesionó no más de cinco días y medio. Su existencia y propósito fue investigar el avistamiento múltiple de objetos voladores no identificados captados durante la filmación de un video clip de la susodicha cantante pop en las inmediaciones de la Bolsa de Valores de Lima. Esa investigación me permitió la licencia de interactuar con el embajador nacional de lo inverosímil: el doctor Anthony Choy.
El doctor Choy investigaba los cielos desde el último piso de una edificación en Ate. No había escaleras. Quieres creer, trepa. Rodeado de vhs de avistamientos borrosos y esforzada literatura sobre naves espaciales, Choy contó cómo una tarde luego de comer tallarines había recibido un designio superior vinculado al número 33 que por ahora no podía revelar. Lo que si reveló rápidamente fue la explicación al Incidente Copello. Eran globos infantiles de color metálico soltados al cielo en un evento deportivo sucedido en el Coloso de José Díaz. Recorrieron el cielo capitalino como si fueran naves interplanetarias atraídas por la oportunidad de invertir en la bolsa limeña bajo el arrullo canoro de Copello.
MIRA MÁS: Mazamorras peruanas, por Jaime Bedoya
Su prolijidad para desmantelar el Caso Copello, modus operandi que repetiría en otros avistamientos, hablaba de un ufólogo que no había renunciado a la duda. Seguí su trayectoria divulgadora de lo imposible a través de las ondas radioeléctricas y a asistí a sus campamentos en Chilca en busca de un avistamiento. En ellos confirmé de la camaradería sin par que genera la alucinación masiva.
El éxito tiene sus trampas. La curiosidad ufológica del doctor Choy se fue expandiendo a otros rubros de lo inexplicable. Fantasmas, brujas y posesiones diabólicas empezaban a ser el tema de sus tertulias radiales nocturnas. Este terror oral era el manjar catártico de una legión de oyentes crédulos, o no tanto, que sabían disfrutar de un buen susto.
Al cabo de doce años de historias improbables un espanto real como el coronavirus ha arrasado con el programa del doctor Choy. En vez de fantasmas habrá cumbia. En vez de platillos voladores, salchipapas. Deja oyentes descorazonados ante la ausencia de motivos para la taquicardia. Porque seamos honestos, importaba un comino que historias como la de La Mujer Vampiro de Barranco tuviese algún asidero real. Permitir voluntariamente que el alma se arrugue de pavor es una de las formas de calentar el corazón.
Las fábulas del doctor Choy serán recordadas con nostalgia. Pues es mil veces preferible el horror imaginario que el real. En estos días destaca la ficción paranormal de Dark, donde unos niños alemanes entran a un túnel y desaparecen para aparecer en otra época. Disculpa Netflix, pero no te atrevas a competir con nuestra realidad: en el Perú los niños se caen en pozos sin tapa y desaparecen para siempre. Y sin que nadie explique por qué.
Eso es terror.//