La entrevista de Fernando del Rincón a Pedro Castillo fue, como ya se ha dicho hasta la saciedad, una clase de periodismo memorable. O tristemente memorable, porque el presidente quedó desnudo, pintado de cuerpo entero como lo que es: un mandatario completamente desnortado, huérfano de lenguaje, mísero de ideas. Uno no se enoja por cómo dice las cosas (sabemos que los buenos oradores no garantizan honradez), sino por las cosas que dice, o mejor, por las que no dice. Su comunicación no transmite autenticidad, tan solo nerviosismo, extravío, contradicción. ¿Era distinto antes? No, pero igual molesta que sus limitaciones den pie a un espectáculo así. Es como si de pronto le hubieran echado sal a una herida abierta de la que ya nos estábamos olvidando por andar pensando en los derrames de Repsol.
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Por otro lado, mal acostumbrados como estamos a que ciertos periodistas locales insulten y pierdan los papeles, es destacable que el colega mexicano haya hecho su trabajo sin recurrir al grito ni al puyazo. Pero más destacable aún es que se haya mostrado empapado de lo que sucede en nuestro país, viviendo fuera. Esto desarticula el prejuicio idiota de quienes piensan –casi como Castillo– que del Perú solo pueden ocuparse los peruanos que viven dentro del territorio nacional. Del Rincón ha demostrado que no, que en el extranjero –precisamente lejos de esa polarización crónica que se respira a diario en todas las esquinas del Perú, y que es como una niebla tupida que impide a los transeúntes verse y reconocerse– hay claridad suficiente para fiscalizar.
Otro damnificado de la performance del hombre de CNN es Nicolás Lúcar. Un día antes, él también tuvo una ‘exclusiva’ con Castillo, solo que en lugar de interpelarlo con rigurosidad, eligió mantener una conversación calurosa en la que solo faltaron las chelas y las guitarras. Muy distinto es el caso de César Hildebrandt, quien en la primera entrevista para un medio escrito supo mantener su lugar con preguntas mordaces e inteligentes, que Castillo tendría que haberse llevado de tarea, en vez de contestar con muletillas y evasivas.
Pero las lecciones de esta semana no son exclusivas para el periodismo, sino también para la ciudadanía en general. El paupérrimo debut del presidente ante la prensa internacional, antes que vergüenza ajena, debería darnos vergüenza propia, vergüenza como electores, como miembros de una sociedad cuyos procesos políticos atestiguamos sin mayor interés, hasta que toca votar. Hoy, más importante que insultar a Castillo por redes, es entender qué cosas hicieron posible la elección de un hombre que, según propia confesión, “no estaba preparado para gobernar”. Ojalá que ese análisis vaya más allá de “por culpa del antivoto a Keiko”, “por culpa de la dispersión de la derecha” o “por culpa del Jurado”. El problema es más denso y anterior a todas esas excusas.
Del presidente no se espera mucho. Se le pidió muchísimas veces que diera explicaciones, pero ahora, al constatar su nivel, cabría invitarlo a guardar silencio hasta el 2026 (si para entonces continúa en el cargo). Se ha hecho patente, eso sí, que no tiene, que no ha ganado en estos primeros meses alma de capitán, perfil de conductor ni convicciones de líder, y que muy probablemente lo poco o mucho que el país consiga durante los próximos años, en materia de estabilidad, será no gracias, sino a pesar de él.
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Tal vez sea oportuno solo un pedido, además de que convoque funcionarios sin antecedentes turbios y llame a las dictaduras por su nombre. Deje, señor Castillo, de explotar su discurso de candidato. La imagen del maestro rural incomprendido, tan simbólica y rentable durante la campaña electoral, ha pasado a convertirse en caricatura, de tanto malgastarla. Mucha gente que creyó en ella ahora la ve con desconfianza. Quítese el sombrero, presidente. Y póngase los pantalones. //
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